En un país donde la crisis aprieta más que nunca, ir a la universidad se ha convertido en una hazaña digna de valientes. En Guáimaro, un joven que estudia en la Universidad de Camagüey gasta alrededor de mil pesos semanales solo en transporte. Y eso sin contar la comida, los materiales o cualquier otro gasto que se aparezca por el camino. Al final del mes, el esfuerzo puede terminar costando más que lo que ganan sus padres trabajando de sol a sol.
Como bien apunta un comentario del diario oficial Adelante, en los tiempos que corren mil pesos en Cuba no alcanzan ni para cuatro libras de arroz o un litro de aceite. Así de crudo. Estudiar, más que un derecho garantizado, se ha vuelto una especie de resistencia diaria, un acto de fe.
Las becas, más una carga que un alivio
Aunque las residencias estudiantiles están disponibles durante todo el curso, muchos estudiantes prefieren regresar a casa cada semana. Las condiciones en las becas dejan bastante que desear, y la alimentación no da ni para medio aguante. Lo poco que hay depende de lo que se consiga en los merenderos universitarios, lo cual significa más gastos que muchos bolsillos no soportan.
Por eso, la universidad no solo implica aprender, sino también una carga económica que a veces es demasiado para una familia común. Adelante lo dice sin rodeos: son los propios estudiantes quienes muchas veces tienen que costear su educación.
Estudiar y trabajar: la nueva rutina
Con tantos apuros, no es raro que cada vez más jóvenes se vean obligados a trabajar mientras estudian. Muchos ayudan en casa, y no falta el que termina metido en un restaurante, en un taller o hasta en una tiendecita dentro de la propia universidad. Algunos optan por el curso para trabajadores, otros simplemente abandonan la carrera, al menos por un tiempo.
El panorama no mejora si hablamos del nivel académico. Según el mismo periódico, la calidad de ingreso a la Educación Superior ha caído en picada. Las temidas pruebas de ingreso de antes, hoy no son más que un trámite para ordenar a los que quieren entrar. Basta con aprobar los tres exámenes, y listo. Peor aún, hay estudiantes que ni se presentan y aún así reciben carreras como Derecho o Ingeniería, solo para dejar los estudios poco tiempo después por no poder con el contenido.
Desigualdad disfrazada de oportunidad
Mientras algunos logran entrar sin tener la preparación adecuada, otros se aferran con uñas y dientes a sus carreras, apostando por un futuro en la isla. Tristemente, muchas veces son estos los que terminan fuera del aula, simplemente porque no pueden con los gastos.
Desde hace años, son las familias las que cargan con buena parte del peso. Útiles escolares, zapatos, mochilas y hasta neveritas para que sus hijos puedan guardar algo de comida. Todo eso sale del bolsillo de unos padres que ya no saben cómo estirar el salario entre comida, medicinas y necesidades básicas.
Un sistema desajustado a la realidad
La desconexión entre el discurso oficial y la vida real es cada vez más evidente. Mientras se destinan recursos a hoteles y otros lujos para turistas, la educación pública, esa que fue orgullo nacional, se viene abajo. Lo que antes era un derecho, hoy parece un lujo.
Los datos no mienten: en 2023, unos 800 mil jóvenes cubanos no estudiaban ni trabajaban. En Sancti Spíritus, casi el 20 % de los universitarios abandonaron sus carreras. ¿La razón? La misma de siempre: falta de recursos, falta de apoyo, y un futuro que, para muchos, se va desdibujando.
Porque en Cuba, estudiar ya no es solo cuestión de ganas. Es, cada vez más, una prueba de resistencia… y de bolsillo.
