La Habana es una ciudad de contrastes, donde lo público y lo privado a menudo chocan de manera inesperada. En esta ocasión, nos adentramos en uno de esos temas que todos conocen pero pocos discuten abiertamente: los famosos «alquileres por horas», esos espacios donde el amor, la necesidad y la comodidad se encuentran en una peculiar danza.
Un paseo por lo inesperado
La aventura comenzó en las bulliciosas calles del Barrio Chino, donde el primer destino fue un lugar que, desde fuera, parecía cualquier casa normal. Pero al traspasar la puerta, la realidad era otra: un cuarto estrecho, con un colchón que había visto mejores días y un espejo empañado por el tiempo. En el centro, un tubo de metal oxidado se erguía como testigo mudo de incontables historias. «Esto no se mueve ni con rezos», comentó alguien mientras intentaba balancearse en él.
El ambiente estaba lejos de ser romántico. Las paredes tenían manchas de humedad, y en un rincón, un condón usado yacía abandonado. Para colmo, las cucarachas parecían sentirse más dueñas del lugar que los mismos huéspedes. «¿Quién en su sano juicio vendría aquí?», se preguntó uno de los exploradores urbanos, mientras el otro solo quería salir corriendo.
Subiendo un poco el nivel
El siguiente intento fue un lugar un poco más caro, donde al menos había un aire acondicionado que, aunque no enfriaba mucho, era mejor que nada. La televisión, un modelo antiguo, parecía más un adorno que un electrodoméstico funcional. Lo más curioso fue que nadie pidió identificación, lo que dejaba claro que la discreción era la norma.
El baño, sin embargo, seguía siendo un tema delicado. «Si quieres agua, llena el cubo antes de empezar», fue la instrucción no escrita. La limpieza dejaba mucho que desear, pero al menos no había insectos a la vista.
El lujo… ¿o el espejismo?
La última parada fue un sitio que prometía lujo y privacidad. Por un precio considerablemente más alto, ofrecía un jacuzzi con agua caliente, espejos por todas partes e incluso un secador de pelo. Parecía un oasis en medio del caos, pero la sensación de que algo no cuadraba persistía. «Está bien, pero sigue dando cosa», admitió uno de los aventureros, mientras el otro se negaba a tocar nada.
El barrio de los secretos
El recorrido terminó en Río Cristal, una zona conocida por sus mansiones convertidas en moteles discretos. Garajes que se abrían y cerraban con elegancia, luces tenues y clientes que llegaban en carros de lujo. Era evidente que aquí venía gente con dinero y mucho que esconder.
¿Vale la pena el riesgo?
Después de este viaje, la pregunta quedó flotando en el aire: ¿quién estaría dispuesto a pagar por estos lugares? Para algunos, podría ser una solución temporal; para otros, una experiencia que preferirían olvidar. Lo cierto es que, en una ciudad donde la vivienda es un lujo, estos espacios cumplen una función… aunque sea a costa de la comodidad y la higiene.