Había una vez un lugar en el corazón de La Habana Vieja que vibraba con vida, un sitio donde el bullicio y el ir y venir de los visitantes nunca cesaba. La Plaza de Armas, con su imponente historia y su arquitectura colonial, era un símbolo de la capital cubana y una parada obligatoria para los turistas. Luis Mario, un trabajador del cercano restaurante La Mina, recuerda con nostalgia aquellos días de esplendor. “En aquel entonces, apenas había espacio para caminar, y los empleados salían con un fajo de billetes cada noche”, comenta.
Hoy, sin embargo, este emblemático lugar presenta un panorama muy diferente. Las paredes ennegrecidas por la humedad y la falta de limpieza, los suelos mojados y el vacío de los visitantes pintan un escenario desolador, transformando este histórico espacio en una sombra de lo que fue.
En sus mejores tiempos, la Plaza de Armas era más que un punto turístico; era un lugar para el intercambio cultural. Conocida en los años 90 como “la plaza de los libros”, esta pequeña área se convirtió en un refugio para los amantes de la lectura y el conocimiento.
Aunque en sus puestos abundaban los títulos de corte oficial, como el Diario del Che en Bolivia y La historia me absolverá, los curiosos podían encontrar tesoros literarios prohibidos. Con el tono adecuado y la discreción necesaria, uno podía comprar desde la única edición nacional de Fuera del Juego de Heberto Padilla hasta el controversial Informe contra mí mismo de Eliseo Alberto Diego. Este espacio permitía a los locales y visitantes conectarse con la cultura cubana, aunque fuera en sus rincones menos visibles.
La Plaza de Armas no solo era famosa por sus libros, sino también por su ambiente animado y su peculiar oferta de entretenimiento. Se decía que nadie se iba de allí sin encontrar lo que buscaba, ya fuera un buen libro o compañía para la noche. Los turistas se sumergían en la atmósfera bohemia y relajada, dejando atrás las preocupaciones y entregándose a los encantos de la ciudad. Los rumores de historias de viajeros que perdieron sus pertenencias o incluso sus zapatos abundaban, pero eran parte del folclore de La Habana Vieja, de ese lugar que una vez fue sinónimo de vida y aventura. Hoy, en cambio, solo quedan ecos de esa vibrante época, reemplazados por un vacío palpable y el deterioro evidente.
Un símbolo de lo que fue esta Plaza se encuentra en la cercanía de El Templete, un edificio fundacional de la ciudad, que con el tiempo adquirió un tono casi de burla. La palabra “templar”, coloquialmente usada como sinónimo de tener relaciones, alimentó las bromas de que el nacimiento de La Habana giraba en torno a la diversión y el placer.
Sin embargo, el espíritu de juerga y carnaval que alguna vez caracterizó a la ciudad ha quedado en el pasado. Hoy, La Habana es como una ciudad obligada a una castidad forzada, despojada de su libertad y de sus noches de fiesta, convirtiéndose en una metrópoli apagada y silenciada.
La Plaza de Armas, antaño el latido de La Habana, ahora agoniza. Donde una vez hubo música, turistas y vida, ahora solo queda el silencio y la nostalgia.