Para poder salir de las aulas, los alumnos de Secundaria Básica en la provincia de Santiago de Cuba deben morder obligatoriamente el pan de su merienda escolar. Esta es la «solución» que las autoridades han impuesto para contrarrestar la práctica estudiantil de vender esa comida, una medida que ha generado controversia y debate entre padres y docentes.
La situación pone en evidencia la inseguridad alimentaria y cómo la pérdida del poder adquisitivo de las familias afecta al estudiantado de la isla. La nueva disposición no solo desafía la comprensión de los padres por considerarla insólita para corregir la conducta de los adolescentes, sino que también tergiversa la misión de las escuelas, que deberían enfocarse en educar y proteger a los estudiantes.
Los claustros de profesores supervisan la mordedura de los panes a la salida de los colegios o presionan a los escolares a trocearlos en las aulas, en un intento de contener el trueque de alimentos por dinero. Este control estricto se ha convertido en una práctica diaria, donde los maestros vigilan de cerca a los alumnos para asegurarse de que consuman la merienda proporcionada por la escuela.
La venta de los panes de la merienda escolar en Santiago de Cuba es una práctica tan extendida como antihigiénica, y se ha convertido en una opción para que los estudiantes enfrenten la escasez, resuelvan el transporte, compren artículos de aseo, se diviertan y hasta ayuden a sus familias frente al hambre, la inflación y el desabastecimiento. Esta economía informal refleja la desesperación de los jóvenes por obtener recursos que sus familias no pueden proporcionar.
En no pocos casos, los maestros entran en contubernio con los alumnos, llevándose a sus casas pomos y otras vasijas con Lactosoy, Nutrilac o refresco vitaminado, productos destinados a las escuelas por los centros de elaboración estatales. Esta complicidad entre docentes y estudiantes revela la profundidad de la crisis y cómo afecta a todos los niveles de la comunidad escolar.
Desde el pasado año, los estudiantes venden la merienda. Lisandra Ordoñez, de la secundaria Rubén Bravo, reconoció que desde octubre del año anterior, ella y sus compañeros comenzaron a vender los panes. «Primero lo hacíamos los amiguitos más cercanos, luego el grupo completo. Todos los días uno solo de nosotros recibe los ingresos de la venta. Lo malo es que para que te vuelva a tocar tiene que dar la vuelta». Este sistema rotativo de ventas muestra cómo los estudiantes se organizan para maximizar sus ingresos.
«Imagínese que cuando cojo el dinero reúno entre 600 y 750 pesos, que utilizo para arreglarme las uñas y hasta ponerme una agüita de queratina», comentó Lisandra con la ingenuidad propia de la adolescencia. La venta de la merienda se ha convertido en una fuente de ingresos importante para muchos jóvenes, permitiéndoles costear pequeños lujos que de otra manera no podrían permitirse.
A Elder Toledano, vender la merienda le resuelve algunas «salidas de los fines de semana, o el transporte, o la compra de algún que otro trapito». Liena Peñalver, estudiante de noveno grado de la escuela Espino Fernández, cuenta que con los ingresos «ha resuelto champú, suavizante, íntimas y hasta productos de aseo». Estas declaraciones reflejan cómo la venta de la merienda escolar se ha convertido en una estrategia de supervivencia para muchos estudiantes.
«Yo salgo mejor porque mi primo, que es un bicho y está en mi aula, conoce todos los puntos, tiene muy buenas relaciones en el parque de Ferreiro y logra vender los panes a 30 pesos», dijo Liena, indicando cómo algunos estudiantes han desarrollado redes de venta más efectivas. Para Albertico, «el negocio» favoreció a los «muchachos que andaban con los bolsillos vacíos» y sin expectativas a la hora de «enfrentar los precios y la carestía»; mientras que Adelaida asegura que cuando llega con el dinero a su casa «es un alivio», pero en oportunidades lleva los panes y su mamá «los hace tostadas para apuntalar los desayunos y las comidas».
Javielis afirma que la nueva medida impuesta por las autoridades escolares es un obstáculo, aunque en su grupo resuelven con la profesora guía, porque todos los días le dan parte del Lactosoy o el Nutrilac. Esta complicidad entre estudiantes y docentes subraya la gravedad de la situación y cómo se buscan soluciones improvisadas para sobrevivir.
Al preguntarle a Nilsa por qué no se comía su merienda, explicó que esa comida nunca llega a su hora, sino entre las 3:00 y las 4:00 de la tarde. «Además, el año pasado todavía había pan con algo, pero desde que comenzó el 2024 es pan pelado, acompañado de un agua de suero insípida que no hay quien se la tome». La mala calidad y el mal horario de la merienda escolar han llevado a muchos estudiantes a preferir venderla en lugar de consumirla.
Otros estudiantes alegaron que entre matar el hambre y resolver algo de dinero, preferían lo último. Tal es el caso de Wilber, cuyo padre está preso, vive con la abuela que es pensionada y no recibe ningún apoyo de la seguridad social. Para él, vender la merienda es una cuestión de necesidad para obtener recursos básicos.
Pese a la mala calidad del pan de la merienda escolar, su venta cobró auge por el déficit de harina que enfrenta el Estado y la crisis alimentaria de la Isla. Los estudiantes son uno de los sectores más vulnerables a la desnutrición. Muchos salen de sus casas con apenas un bocado, lo que agrava su situación alimentaria.
A Lidia Pacheco, madre de dos adolescentes de 13 y 15 años, le preocupa que la medida de obligar a los estudiantes a morder los panes «ataca las consecuencias y no las causas de un problema creado por la debacle de la economía y la agudización de la pobreza». Considera que «es peor el remedio que la enfermedad» porque, en vez de educarlos, se utilizan métodos inadecuados para intentar paliar los riesgos de una alimentación deficiente.
Odalis, otra madre, consideró que la respuesta de las autoridades es «absurda y contraproducente, porque utiliza una alternativa coercitiva». Estas críticas reflejan el descontento de los padres ante medidas que consideran ineficaces e inadecuadas para abordar los problemas reales.
«Saltarse comidas no es bueno, eso hay que explicárselo a los niños», dijo el doctor Rafael, con un hijo en esa enseñanza que, al igual que muchos, sale desde las 7:00 de la mañana de su casa sin garantía de almuerzo en su escuela. «Los daños provocados por el déficit de nutrientes en jóvenes a cuyos padres les falta dinero para asegurarles una dieta adecuada tienen múltiples consecuencias para su futuro», argumentó. Pero obligar a los adolescentes a comerse la merienda no resuelve el problema.
Según el medio oficial Cubadebate, a partir de 2002 se inició una profunda revolución educacional en la enseñanza media, que implicó crear condiciones alimentarias adecuadas y gratuitas para que todos los adolescentes pudieran estar en doble sesión y no salieran de sus escuelas hasta el final del horario docente. Sin embargo, la realidad actual dista mucho de estos objetivos iniciales.
La guía para el procedimiento con los alimentos de la merienda escolar refiere que esta debe cubrir el 30% de las recomendaciones nutricionales de los adolescentes de entre 12 y 15 años de edad, todo en aras de que mantengan una adecuada concentración en clases y se asegure su crecimiento armónico. En los primeros años, el país dispuso de 374 centros de elaboración, 109 vehículos y adquirió los embalajes, las mesas de acero inoxidable y otros insumos.
Si en los primeros años las bolsas de yogur de soja y los panes con mortadela, salchichas y queso eran ponderados como un logro, tras la coyuntura, la pandemia y la Tarea Ordenamiento nada de eso existe. La falta de una merienda escolar nutritiva se suma a que muchas familias en no pocas oportunidades no tienen qué dar a sus hijos para que lleven a sus escuelas.