La historia de José Martí, el Apóstol de la Independencia de Cuba, está repleta de episodios heroicos, sacrificios personales y una dedicación inquebrantable a la causa de la libertad de su patria. Sin embargo, entre los relatos de batallas y estrategias políticas, emergen historias humanas que revelan la profundidad de los lazos afectivos que Martí fue capaz de tejer a lo largo de su vida. Una de estas historias menos conocidas, pero profundamente emotivas, es la relación especial que Martí mantuvo con Paulina, una mujer cubana de piel negra a quien llegó a considerar como su «madre negra».
Paulina, cuyo encuentro con Martí se produjo durante su primera visita a Tampa el 26 de noviembre de 1891, se convirtió en una figura maternal para el líder independentista en un momento crítico de su vida. A pesar de ser dos años menor que Martí, Paulina, junto a su esposo Ruperto Pedroso, ofreció al Apóstol un refugio de amor, cuidado y protección que resultó ser vital para su bienestar físico y emocional.
En aquellos días, la salud de Martí era frágil, y los reveses políticos y estratégicos, como el fracaso del Plan de la Fernandina, habían dejado una profunda huella en su ánimo. La traición y el intento de envenenamiento del que fue objeto agravaron aún más su estado, llevándolo a un punto de desconfianza y vulnerabilidad extremas. Fue en este contexto de adversidad donde la figura de Paulina emergió como un faro de esperanza y seguridad para Martí.
Paulina y Ruperto se convirtieron en la familia adoptiva de Martí en el exilio. La casa de Paulina se transformó en su santuario, el único lugar donde se sentía seguro para descansar y alimentarse, confiando únicamente en los platos que ella le preparaba con sus propias manos. Esta relación trascendió el mero acto de cuidado físico; Paulina se convirtió en un pilar emocional para Martí, ofreciéndole el afecto y la comprensión maternal que tanto necesitaba en esos momentos de soledad y lucha.
La gratitud y el cariño de Martí hacia Paulina quedaron inmortalizados en una fotografía que le envió, en la que se podían leer las palabras «A Paulina, mi madre negra». Este gesto simboliza el profundo vínculo que los unía, un lazo que Martí valoraba como uno de los más significativos de su vida.