Las hermosas historias de amor que se esconden en el Cementerio de Colón de La Habana

Redacción

Para el acaudalado magnate del azúcar cubano, Juan Pedro Baró, no existía límite alguno en cuanto a lujo y esplendor para honrar la memoria de Catalina Lasa, el gran amor de su vida, quien falleció en 1930. Su historia, al igual que otras tantas, enriquece el patrimonio sentimental del Cementerio de Colón en La Habana, un lugar que resguarda entre sus muros innumerables relatos de amor eterno.

Mario Darias, un cantautor de 66 años y ferviente conocedor de las historias que alberga esta necrópolis, fundada en 1876 y extendida sobre 50 hectáreas en el corazón de la ciudad, afirma: «El cementerio está repleto de historias de amor». Este camposanto no solo es el último reposo de héroes de la independencia, escritores, músicos, pintores y médicos distinguidos, sino también de amores que, ya sean secretos, prohibidos o truncados, lograron trascender todas las barreras. Aquí, el amor se celebra incluso en la muerte, convirtiéndose en un sacramento que fusiona la realidad con la leyenda.

Una de estas historias es la de Margarita Pacheco (1920-1959) y Modesto Canto (1890-1977), cuya tumba es conocida como «la tumba del amor». La diferencia de edad de 30 años y el hecho de que él fuera su profesor no impidieron su unión. «Muchos se opusieron a su relación, anticipando que ella pronto quedaría viuda, pero, irónicamente, fue ella quien partió primero», relata Darias, quien ha escrito varios libros sobre la historia del cementerio.

Sobre la tumba que alberga a los dos amantes, se erige un busto con la inscripción «Unidos por el amor eterno». El desolado viudo mandó a construir un pequeño banco de mármol junto a la tumba, donde solía tocar el violín en honor a su «idolatrada Margarita», según reza el epitafio.

Otro rincón del cementerio alberga la tumba de Amelia Goyri (1877-1901), conocida como «La Milagrosa». Su sepulcro se ha convertido en un santuario para aquellos que buscan bendiciones para la salud, la fertilidad y los viajes. Amelia falleció en el parto a los 24 años y fue enterrada con su bebé a los pies. Su esposo, abrumado por el dolor, decidió abrir la tumba trece años después, solo para encontrar a Amelia con su hija en brazos, ambos cuerpos incorruptos, dando origen al mito.

«El esposo comenzó a realizar un ritual, tocando la argolla de la tumba para ‘despertarla’ y conversar con ella. Al marcharse, tocaba la estatua y se alejaba sin darle la espalda. Este acto lo repitió durante 40 años», cuenta Darias.

Leticia Mojarrieta, de 56 años, está familiarizada con esta conmovedora historia y sigue el ritual al pie de la letra, alejándose de la tumba «sin darle la espalda». Visita el lugar para pedir protección para su nuera, recientemente emigrada a Estados Unidos y embarazada, quien enfrenta complicaciones en su gestación.

Pero la historia que quizás encapsula el romanticismo del Cementerio de Colón es la de Catalina Lasa y Juan Pedro Baró. Catalina, considerada una de las mujeres más hermosas de La Habana y casada con el hijo de un vicepresidente cubano, se enamoró perdidamente de Juan, un próspero empresario. Su amor, visto como un escándalo en la alta sociedad habanera, los llevó a huir a París. Finalmente, en 1917, lograron que el Papa anulara el matrimonio de Catalina en Roma, permitiéndoles casarse y regresar a La Habana. Sin embargo, la felicidad se vio truncada cuando Catalina enfermó y falleció a los 55 años.

Juan Pedro Baró le dedicó a Catalina un mausoleo de estilo Art Déco, actualmente en proceso de restauración, que destaca por su imponente estructura de mármol blanco y granito negro. La cúpula, adornada con vidrio de Murano tallado en forma de rosas por el renombrado René Lalique, proyecta estas flores sobre el sepulcro de Catalina con el movimiento del sol, simbolizando una perpetua declaración de amor que desafía la muerte.