Estelar voleibolista cubano Yosenki García reconoce que está sumido en una dura crisis de alcoholismo: «Bebo para olvidar mis penas»

Redacción

¿Quién sabe si el alcohol es para él, como para otros, una forma de conectar con su alma y esa conciencia azotada, que solo precisa vomitar su angustia y sus frustraciones…

Escribo estas líneas en mi pequeño bloc de notas y sobre un muro roído, en una de esas avenidas de la capital, donde las personas fuman sin cesar y vagan con la mirada perdida, mientras murmuran quimeras y palabrotas.

Aquí lo espero, después de rastrear rumores que aseguran que camina por aquí todos los días. Al más puro estilo de un detective, consulto una foto suya en mi teléfono móvil, una imagen de hace más de 20 años cuando formaba parte de la selección cubana de voleibol…

Finalmente, lo avisto. Alto y desgarbado, rodeado de una aura de incertidumbre. Me acerco y le confieso mi interés. Estoy apurado, algo que a veces no concuerda con el periodismo. Estoy buscando medicinas para mi padre y él, bueno, un par de mujeres le hacen señas desde una distancia prudente, lo que me obliga a dispararle mis preguntas sin rodeos.

Será una conversación personal, improvisada y sincera. Tal vez sea dura para él, sin «anestesia». Por unos segundos, su rostro no revela nada. Abre los ojos como platos. Parpadea varias veces, mientras el sudor se acumula tímidamente en la comisura de sus labios. ¿Sentirá que mis preguntas son una emboscada?

«Reconozco que me gusta beber», dice en voz baja y apretando los labios, mientras solo unas moscas nos observan como testigos alrededor. «Eso no significa que sea un alcohólico. He pasado por muchas tensiones y sufrimientos en la vida, por eso bebo, y sí, lo hago todos los días. No me escondo para decirlo», afirma con una sinceridad desnuda, llena de cansancio y abatimiento, mientras trata de acomodarse en el muro.

Lleva puesto un short blanco que apenas llega a la rodilla y una camiseta roja desgastada. Sus largos brazos, algo delgados, reposan sobre sus muslos, completando el panorama.

«Viví para el deporte», continúa, «me sacrifiqué mucho para ser grande en él. En 2001, a los 15 días de regresar de una competencia en Europa, en la que se quedaron un grupo de compañeros, me sacaron del equipo, al igual que a otros. Tenía 25 años y estaba en buena forma física», recuerda antes de tragar el resto del disgusto.

Los minutos pasan. Muy cerca, un hombre mayor le guiña un ojo a una joven y le lanza un beso soplando sobre su mano. Ella pasa frente a nosotros, empapada en un perfume intenso y empalagoso, le sonríe maliciosamente al anciano y se marcha. Yosenki finalmente levanta la mirada y continúa.

«Ahí cambió todo. Mi vida tomó un camino algo equivocado. Tuve que ver a médicos, porque creí que estaba volviéndome loco. ¿Ayuda? Sí, de algunos familiares, otros no. Eso me llevó a donde estoy ahora. La bebida y muchas otras cosas que prefiero no mencionar».

Una de las mujeres que le hacían señas se acerca. Le hace gestos y él la mira. Noto su rostro angosto y demacrado, e incluso la piel algo amarillenta debajo de los ojos.

Él responde con varios gestos, mientras se frota la barbilla y arquea las cejas nerviosamente. Es evidente que quiere continuar hablando, pero necesita su tiempo.

«Vivo para divertirme», afirma mientras cruza los brazos sobre su pecho. «Bebo para olvidar mis penas. Sé que no lo arreglará, pero es algo que está ahí. Al principio de esta situación fui al psicólogo, era joven. A esta altura, ya soy adulto.

«Nunca nos dijeron por qué nos sacaron del equipo. Fuimos al Cerro Pelado y dijeron que estábamos fuera. Mucha gente me pregunta sobre eso. Estoy aquí, no traicioné a mi país. Una cosa es que me guste beber y otra que sea un loco, como dicen. La gente sabe por qué actúo así.

«En mi trabajo como profesor de Recreación en el Combinado Deportivo de Agua Dulce, en el Cerro, me quieren. No me meto en la vida de nadie ni en su forma de pensar, para que se comporten igual conmigo. Este es el camino que elegí. No me arrepiento».

De repente, se queda en silencio. Se humedece nerviosamente los labios con la lengua, como si tuviera una sed extrema, y hace un gesto cómico que involucra a su nariz.

«Recuerdo mi tiempo jugando», dice mientras cruza las piernas y juega nerviosamente con un rizo de su pelo. «Cuando pongo la televisión y veo voleibol, lloro. Tengo que apagarlo. Sufro mucha frustración. Hay gente que se mata o se vuelve loca. Yo estoy vivo y luchando por mí», continúa compartiendo su historia como una serie de batallas personales.

«Conozco otros casos como el mío. No diré nombres, pero los hay.

«Sabes», agrega mientras mira el cielo azul profundo, «cuando jugaba, solía tomar mis tragos. Era normal. Otros también lo hacían. Nunca afectó mi rendimiento».

La mañana avanza y con ella un calor implacable que quema la piel y la mente. Yosenki se seca el sudor que le corre por la frente y las cejas con sus grandes manos y habla de su esfuerzo por estudiar actualmente en el Fajardo. Incluso menciona su sueño de escribir un libro sobre voleibol. Es evidente que por unos momentos, busca recuerdos en su mente.

«Recuerdo el título en la Liga Mundial de 1998. Viví un gran momento aquí en La Habana. Tuvimos que ganarle a España dos veces para avanzar. Delante de mí estaban Osvaldo e Ihosvany Hernández, pero me tocó salir y bloquear tres veces a Rafa Pascual, el mejor atacante del mundo en ese momento.

«También ganamos en los Juegos Panamericanos de Winnipeg en 1999, y estuve en el equipo que compitió en los Juegos Olímpicos de Sídney 2000. No jugué, pero lo sentí desde el banco».

Tose y se tapa la boca con el puño. Sus palabras fluyen con más lentitud y precaución. Se pellizca ligeramente el puente de la nariz y continúa. «Estuve dos años perdido en la vida», admite, y con un estallido diminuto, señala una de las dudas y habladurías que se mencionaron.

«Sí, tuve la oportunidad de comprar un automóvil después de la Liga Mundial de 1998. Un Nissan. Lo vendí, necesitaba el dinero».

Se frota las palmas de las manos en los muslos como si quisiera avivar un fuego apagado. Otra vez, su pasado lo consume.

«Estuve dos años perdido en la vida», reconoce y como claves, chasquea los dedos muy alto a solo centímetros de su rostro. «No sé cómo llegué aquí. Incluso intenté quitarme la vida dos veces. Casi nadie sabe eso», confiesa de corazón abierto, mientras su barbilla se inclina como una bandera en señal de rendición. «Gracias a Georgina, la mamá de Pavel Pimienta, lo superé.

«No todos pueden ni tienen el valor de representar a Cuba en el deporte», señala como un soplo de aire fresco, tan inesperado como necesario. «Fue un honor y un orgullo. Deseo que la gente me recuerde. Puedo ser útil. Hay glorias que están mal, peor que yo. Yo estoy vivo…».

No me atrevo a afirmar que el día a día de Yosenki García sea una odisea moral sin horizonte. Prefiero no juzgarlo y respetar sus decisiones, su sinceridad y sus sentimientos. Él, como otros, sobrevive en ese caos que es la vida.

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