En las afueras de La Habana, bordeando la autopista del Mediodía, se encuentra una misteriosa finca llamada Kukine, que alguna vez fue la residencia campestre del expresidente cubano Fulgencio Batista. Con una extensión de 17 caballerías, esta propiedad estaba dedicada a la producción de leche y frutos menores. Sin embargo, la historia de esta finca va más allá de su función agrícola; esconde un pasado lleno de lujo y secretos que nos invita a descubrir.
La mansión que formaba parte de la finca Kukine era una verdadera joya, con tejas acanaladas de color rojo y portales y terrazas construidos con maderas preciosas. En su interior, se podía disfrutar de música indirecta, y hasta contaba con un pequeño cine donde el presidente Batista veía los estrenos del país en compañía de sus seres queridos y amigos. Vestido casi siempre de dril blanco, Batista poseía un impresionante ropero con medio centenar de trajes de esa tela.
La finca también albergaba un lago artificial, rodeado de palmas, y una capilla donde se oficiaban misas. Los exquisitos jardines, adornados con obras de arte y esculturas, complementaban el ambiente de lujo y distinción. Además, Kukine tenía dos piscinas, una para adultos y otra para niños, así como un lujoso bar decorado con tinajones camagüeyanos y campanas de antiguos ingenios cubanos.
El interior de la mansión reflejaba la refinada personalidad de Batista. Con una sala de estar amueblada y decorada al estilo Luis XV, la biblioteca albergaba una nutrida colección de libros, incluyendo títulos de poetas de la revista Orígenes y de la generación de los años 50.
Batista era también un apasionado coleccionista, y tenía un espacio especial llamado «el cuarto de los tesoros», donde guardaba objetos de plata, porcelana, relojes, cuchillería, vajillas, bandejas, estatuillas y objetos de arte de todas las épocas y estilos, valorados en más de 300,000 pesos equivalentes a dólares.
El 31 de diciembre de 1959, en la finca Kukine, el presidente Batista convocó a sus principales colaboradores para informarles su decisión de abandonar el país. Luego de repartir abrazos y algunas instrucciones, partió hacia el aeropuerto militar de Columbia, dejando atrás Cuba para siempre.
En un cuarto de desahogo, sepultadas por una montaña de libros viejos y empolvados, aparecieron en enero de 1959 cinco cajas de madera. Contenían 800 alhajas valoradas en dos millones de pesos; gargantillas de diamantes, crucifijos de plata, brazaletes de oro puro, relojes de las mejores marcas, algunos de ellos diseñados especialmente para Batista con incrustaciones de brillantes en las esferas, broches, relicarios, abanicos de marfil…
El indio fue el símbolo de Batista. Una sortija de oro puro, con la efigie de un indio, apareció entre las joyas escondidas. Piedras preciosas adornaban la cabeza de la figura que lucía además los colores de la bandera del 4 de Septiembre.
Con el triunfo de la Revolución, la finca pasó a manos del Ministerio de Educación y se convirtió en sede de institutos y escuelas. Años después, la dirección provincial de Alojamiento la transformó en un lugar de recreo y esparcimiento.