Dicen las malas lenguas –generalmente las mejor informadas del mundo– que Él fue recibido por Ella en su cálido lecho, en esa Habana –ya de por sí tórrida– de 1947
Pero, para el asunto, bien poco importaba si Él, ese puertorriqueño, hubiese disfrutado o no de los favores que Ella dispensara en la alta madrugada. Porque el borinqueño ante sí tenía la materia primaria que siempre lo apasionó: el tremendismo, la altísima temperatura emocional y la violencia criminal.
Dice algún informante que para su empeño, allá donde Él residía, junto al habanero Parque Maceo, contó con la ayuda de Joaquín Mauricio Mora, un pianista y bandoneonista argentino quien era –aunque usted no lo crea– más prieto que los testículos de un grillo.
Lo cierto es que Él, mañana, con la Sonora Matancera, pitará el bolerón inolvidable.
Quien se mesa los cabellos en la afiebrada tarea, mientras fuma incansablemente –vaya usted a saber qué– es Él, Daniel Santos, El Inquieto Anacobero.
Ella, Patricia Schmitt tuvo biógrafos, muy a posteriori. (Sí, los que vinieron a husmear en su vida después de que fuera la protagonista de aquel hecho sangriento).
Dice un colega que Ella nació en Toledo. Era la hija de un farmacéutico de la localidad, y aseguran que se graduó con laureles en la secundaria. Siempre, los condiscípulos, recordaban sus ojos color almendra.
Pero la joven Patricia –bien dotada en más de un sentido– aspiraba a más. Y se va a bailar en Chicago, como una joya “exótica”. (De ahí vendría que después, en La Habana, fuese una danzarina “hawaiana”).
En Chicago conoce a John Lester Mee, abogado, poeta, medio chiflado y, además, rodeado por una aureola de heroísmo por haber sido comandante de una torpedera durante la Segunda Guerra Mundial.
Ya se han convocado, sin lugar a dudas, todos los ingredientes para la gran tragedia que tendría a La Habana como escenario.
Con 21 años, en 1946, parte la bailarina hacia Cuba, para aquí mostrar su desempeño artístico, en los cabarets de Playa de Marianao y en el teatro Fausto. Se hospeda en el hotel Sevilla.
Poco después le sigue su amante, John Mee, a bordo del yate que él mismo, oficial de marinería, ha construido y que bautizó como Sátira, el pseudónimo bajo el cual Patricia baila.
Fondea la nave a pocos metros del Muelle de Luz.
En la embarcación se establece un volcánico intercambio, que parece eterno, con las aguas de la bahía habanera por testigos. Se decía que la pareja salía a cubierta como Dios los trajo al mundo, y que también desnudos nadaban en la rada capitalina.
Ah, pero pronto la muchacha descubre que su amante es un hombre casado, y, para más afrenta, precisamente con una bailarina, llamada Marelyn Drake.
¡El resultado? Pues que el 8 de abril de 1947 Patricia toma la pistola de Mee y le descerraja un tiro en la nuca. El agredido iba a fallecer en el Hospital Angloamericano de El Vedado, tras ocho días de agonía.
En el juicio, la bailarina alegó haber actuado en defensa propia. Que, al saber la situación de casado de Mee, intentó abandonar el yate, pero que él la mantuvo allí cautiva.
Al público masculino se le salen los ojos de las órbitas cuando ella muestra, en su cuerpo lozano, los magullones y arañazos producidos –según dice la acusada– por las inclinaciones sádicas de su amante.
Durante la reconstrucción de los hechos en el yate –ocasión en que Patricia se desmaya–, la periodista del Chicago Tribune Norma Lee Browning se apropia del diario de Mee y de cartas para sus íntimas –que Browning esconde entre las ropas–, pruebas de que Mee era un playboy totalmente desaforado.
En medio de tan dramática atmósfera, tanto la prensa como la opinión pública cubanas se solidarizaron con la muchacha, a quien catalogaban como la infeliz víctima de un desquiciado.
El caso no fue sólo seguido por los medios locales, sino que también tuvo reflejos en la prensa de Chicago, Miami y Los Ángeles. Hasta sucede que el tribunal recibe una carta de quien fuera maestra de Patricia en el cuarto grado, Mrs. Irene Tilly Wasserman, implorando clemencia.
Joseíto Fernández, en su superescuchado programa “La noticia del día”, dedica una guantanamera al asunto, rogando compasión por Patricia.
En Cuba, está de más decir que el público femenino estuvo de su lado. Pero es más: el varón cubano, siempre tan cuidadoso de su atenta compañera, también cerró filas. Entre los defensores estuvo, el abogado Carlos M. Palma, Palmita, quien desde su oficina en la Manzana de Gómez– además de editar la revista farandulesca Show– se preocupaba por ejercer la defensa de prostitutas maltratadas y gente afín al mundo del arte.
Severo, muy severo, fue el criterio de los jueces, quienes impusieron a Patricia una pena de quince años de prisión.
No obstante, Patricia no iba a permanecer ese tiempo entre rejas.
Regía entonces los destinos de Cuba el presidente Ramón Grau San Martín, entre cuyos lemas demagógicos se contaba aquello de “Las mujeres mandan”. De manera que la indultan tras 17 meses de prisión, precisamente en las vísperas de que Grau abandone el poder, mientras la bailarina está jugando con sus gatos en la cárcel de mujeres de Guanajanay.
Tan pronto obtiene la libertad, Patricia vuela hacia los Estados Unidos, para reencontrarse con sus padres, quienes la habían visitado repetidamente en su celda.
A partir de entonces, su vida artística recibe un segundo aire, gracias a la alharaca formada en torno al caso criminal. Se dice que la Mafia estuvo preparando una presentación macabra, en que Patricia bailase junto a la viuda de Mee. Pero pronto se apagará su auge.
Y, aunque a mí no me conste, según fuentes habitualmente bien informadas, bajo nombre cambiado se casó con un prominente político centroamericano.