Un barco de guerra Inglés arribó a la Habana en 1816, y fondeó en la parte más interior del puerto por tener a bordo muchos enfermos. Habiendo muerto uno de la tripulación, fue botado al agua envuelto en una frazada, con la precaución usual de poner dentro una bala de grueso calibre para mantener el cadáver en el fondo, pero habiéndose rasgado la frazada quedó el cadáver flotando en el agua, y al momento se presentaron dos enormes tiburones, los que se avanzaron al cadáver a un mismo tiempo, y dividiéndole casi por la mitad desaparecieron llevándose cada uno su parte, y dejando horrorizada la tripulación.
Poco después se descubrió otro tiburón al costado del barco, y el capitán mandó echar algunos biscochos al agua para cebarle mientras que cargaba su fusil, con el cual, le disparó, pasando la bala por el cuerpo del animal, y dando un terrible golpe con la cola, bajó al fondo dejando el agua algo ensangrentada.
Un negro que había a bordo pidió licencia al capitán para cogerle, asegurando que dentro de cinco minutos le había de matar, y el capitán le prometió cinco pesos si lo conseguía. Puesto un pedazo de carne en un anzuelo doble, y atado este a una línea de sondar, fue arrojado al agua tan lejos como pudo alcanzar la fuerza del brazo.
El efecto pareció mágico, porque instantáneamente dos tremendos tiburones partieron hacia el lugar, y el primero que llegó se tragó el anzuelo con el cebo; el negro mandó entonces darle cuerda hasta cansarle, y pidió al capitán hiciese echar un bote al agua en el que entró él mismo. Los marineros entretanto halaron de la cuerda hasta traer el animal junto al costado, y atracándose el negro en el bote, le echó un lazo con una cuerda fuerte, y mandó tirarle arriba, lo que hicieron los marineros con gran regocijo.
Traído el tiburón a la cubierta la primera diligencia fue medirlo, y se halló que tenía cuatro varas de largo, y dos y media de ancho, el hígado sólo pesando tres arrobas. El capitán tuvo la satisfacción de ver el acierto de su tiro, descubriendo que la bala había entrado junto a la aleta dorsal y atravesado por todo el cuerpo, y sin embargo de esta herida el voraz animal en menos de cinco minutos se había abalanzado a la presa.
Cinco andanas de dientes en la mandíbula superior, y seis en la inferior armaban la boca destructora del monstruo. Era un tiburón hembra, y abierto se le sacaron diez y nueve chiquitos, media vara de largo cada uno.
Es muy curioso que el capitán que refiere este caso, así como los marineros que se hallaban más inmediatos, aseguran todos que veían distintamente a los chiquitos asomarse a la boca, y volverse dentro de la madre mientras estaba atracada al costado del barco y sujeta con la línea, un hecho que ha sido negado por algunos naturalistas.
Las mandíbulas de este tiburón se conservan todavía en Escocia, habiendo sido presentadas al célebre novelista Sir Walter Scott, por un oficial que se hallaba a bordo cuando fue cogido el animal.
En la tarde del mismo día cogieron los marineros del mismo barco otro tiburón más largo que el anterior, y se le halló en la barriga el cuero de un novillo con los dos cuernos. El cirujano examinó los cuernos y los halló sumamente blandos.
A bordo del barco había algunos cueros de novillos matados para la tripulación, y estando fétidos fueron echados al mar por orden del comandante en la mañana de aquel mismo día; uno de los cuales era sin duda el hallado dentro del animal.
Pero lo más curioso de esta relación es, según asegura el capitán, que el Gobernador de la Habana pasó un oficio al comandante del buque, quejándose de que hubiesen destruido a dos “de los guardianes de aquel puerto». Si esto es una chanza de parte del Gobernador Español o del oficial Inglés, o si hay alguna razón para considerar a los tiburones útiles en aquella bahía, no es fácil adivinar; y aunque el Editor estuvo en aquel puerto en el año citado, no se acuerda haber oído hablar de reglamento alguno sobre los fueros o privilegios de los tiburones en aquella colonia.