Si hay algo que caracterizó a la televisión cubana unos años atrás (tal vez 5 o más) fue la gran campaña mediática desplegada por el gobierno para advertir sobre los peligros que afrentaba la economía del país gracias a la creciente plaga de Dichrostachys cinérea. A excepción de botánicos y biólogos en general (o sapientes de naturaleza), este arbusto fatídico e invasor es coloquialmente llamado por todos “marabú”.
La real plaga, más que el árbol, eran los anuncios donde quiera; tan habituales que no te dejaban ni dormir: cerrabas los ojos y solo veías ramas espinosas. De hasta 5 metros de altura (y hasta 10 en suelos propicios), de troncos serpenteantes y un sinfín de ramificaciones de diverso grosor que casi bosquejan un perfecto entramado, impenetrable, esta planta se transforma en una verdadera prisión natural, como las de los castillos encantados de los cuentos de hadas.
En la Ciénaga de Zapata, a pesar de ser uno de los humedales más grandes y preservados del mundo, esta mata crece con mucha facilidad. Aquí hay condiciones favorables para ello, pues “la espina del diablo” se nutre de suelos húmedos (aunque no inundados) y diversos, y posee gran tolerancia a la sequía. Sus abundantes espinas, la dureza de sus tallos y su carácter ergonómico para condiciones climáticas varias, la convierten en la planta más prolífica de Cuba.
Luego de tanta algarabía por esta indeseable especie, que se comía las plantaciones y cubría las áreas ganaderas, el gobierno dijo: “pérate, pérate, mejor la hacemos carbón y la exportamos, ¿qué creen?”. Los años de lucha contra el marabú terminan para dar paso a que se convierta en una de las principales exportaciones del país.
El carbón de este árbol se destina, sobre todo, a Europa, donde es muy empleado y gustado para asados. Este arde suave, parejo, proporciona increíble aroma y sabor a los alimentos y, además, no ahúma. Casi de repente, esta rama se transformó en una de las más beneficiosas para Cuba, pero las condiciones en que trabajaban los responsables se mantuvieron iguales.
Los hacheros y carboneros (oficios de dos, pero es usual que sea de una misma persona) se dedican a una labor extenuante, de remuneración ni remotamente suficiente y, definitivamente, una de las peores dentro del sector agrícola. Pequeños grupúsculos de hombres (en su mayoría, de avanzada edad) producen decenas de miles de sacos de carbón vegetal, con gran demanda en el exterior, que el gobierno vende con buenos lucros, pero al laborioso no llega ni las astillas del carbón.
Al no tener muchas opciones para escoger cuando de oportunidades laborales se trata en la Ciénaga, es común que muchos de los pobladores se dediquen a esta ardua faena (junto a las asociadas al turismo de Guamá). Muchos ni siquiera residen en la zona, sino en municipios del norte de Matanzas y del este de Cienfuegos, o de La Habana directamente, por lo que se ven obligados a pasar meses sin ver a su familia.
Viven en albergues colectivos (con malas condiciones, cabe resaltar) en intrincados montes, sin más paisaje que cielo y espinas.
Su labor radica en derribar a hachazos cientos de troncos de marabú de casi media siglo (al día), férreos, herméticos, que deshacen el filo de cualquier machete; luego abrirse paso a tajos del hacha, trocear y apilar la leña, levantar los hornos para convertirla en carbón, cuidarlos durante días y noches (bajo cualquier circunstancia meteorológica), procurar que arda parejo pero sin llamas y que no se vuele por el aire de algún hueco no divisado. Lo hornos se recubren con una masa de tierra, agua y paja, y esperar… Hecho el carbón, a apagar las brasas ardiendo, dejar enfriar y llenar los sacos. Sencillito…
La norma es de mil kilos de carbón envasado y pesado (unos 54 sacos) por el que se les paga entre 500 a 600 pesos al mes. No hace falta calcular para notar que el jornal no amerita tal labor (ni alcanza). La comida deja mucho que desear, el agua (incluso la de beber) deben recogerla de un pozo abandonado, etc.
A pesar del funesto escenario, los carboneros se encuentran ociosos día tras día, noche tras noche, y se conocen el monte y el mangle como la palma de su mano. El hollín les podrá opacar el cuerpo, pero nunca les nublará la mirada del noble artesano.