Por la pequeña calle Barcelona transitan a diario cientos de personas en su quehacer y, aunque solo consta de 3 manzanas, definitivamente es una de las calles más pintorescas y limpias (en la medida de lo posible) de Centro Habana. Águila, sin embargo, es todo lo contrario: nutrida por “mal ambiente” y aguas albañales, ruido y cabos de cigarro por doquier. Es precisamente, en la intersección de estas dos calles, que se halla el Edificio Toledo, el cual data de principios del siglo XX.
El Toledo tiene, como cualquier otra edificación republicana, una estructura poderosa y resistente, de puntal alto y ornamentos en cobre, de silenciosos apartamentos interiores y escaleras de mármol (las que te piden descansar en casa piso si no quieres llegar con un mini-infarto al último). En su portal se exhibe una tarja con la fecha de fundado y el arquitecto a quien se atribuye su construcción, pero nunca he reparado en ella (esos detalles, definitivamente, no llaman mi atención). Me pregunto entonces sobre una edificación: ¿es más importante conocer de qué año data o conocer si caerá o no un trozo de techo por las lluvias veraniegas? Algunos detalles, en determinadas circunstancias, son intrascendentes.
Los apartamentos que dan a Barcelona proveen una espectacular vista a la fachada dorsal del Capitolio Nacional, justamente al medio de dicho, por lo que su cúpula se alza rimbombante desde la perspectiva del transeúnte o del posado en el balcón. El inmueble, definitivamente, es una maravilla que todavía se muestra imperecedera, pero, en sus bajos, se halla uno de los “bares de mala muerte” peor cuidados de La Habana.
El bar homónimo ha sido un antro de perdición desde que conocemos el lugar. Sucio, ahumado por el cigarro fuerte (criollo o H. Upmann, de seguro) o el tabaco de bodega, un hedor a alcohol barato “que tira pa´ trás” y, de vez en cuando (más a menudo de lo que uno quisiera admitir), algún que otro roedor de cloaca se pasea tranquilo. En la capital cubana, desgraciadamente, se hallan cientos de barsuchos del tipo, que en su momento fueron altamente visitados, pero que ahora solo existen como fachada de alguna actividad ilícita.
El bar Toledo no es excepción de la regla. A una manzana del Edificio de Águila y Dragones, sede de la Cuban Telephone Company, este era sostenido, casi exclusivamente, por los sueldos de los trabajadores de dicha empresa, los que frecuentaban el local cada tarde-noche. Una victrola asomaba, algún bolero melancólico acompañaba, el bartender se acercaba empático y los licores se iban agotando al compás de risas y trompetas. Era (y continua siendo) un local pequeño, pero en una posición estratégica, inmediato a la compañía mencionada y a muchos otros negocios y bazares que yacían en Galiano, cuyos empleados también necesitaban de un trago al final de la jornada. En tiempos de República fueron muy populares estas cantinas y bodegas, pero luego del triunfo revolucionario se nacionalizaron y, décadas después, fueron otorgados a la libre gestión de su propio personal.
Actualmente el Toledo no puede alardear de la mejor gestión. Es común observar cómo salen de él personas en completa ebriedad a plena luz del día. Si se divisa algún “amiguito peludo” por la calle, se debe (probablemente) a que salió de allí, atraído primeramente por el olor a grasa quemada que viene de la cocina. Como la taberna colinda internamente con la escalera del edificio, es habitual que un vecino del segundo piso abra su puerta y encuentre a una rata o a varias cucarachas.
Verdaderamente, mantener higiénico el local u ofrecer servicios de cantina no constituyen prioridades para sus gestores, sino llevar a cabo todo tipo de fechorías en sus adentros, con la tranquilidad de que cuentan con la coartada de administrar un negocio estatal. Con sobornar, mejor llamarlo “ayudar”, a los inspectores, ya no se tienen que preocupar por mucho más, aprovechando las lagunas legales del sistema y la flexibilidad de los funcionarios.
El Toledo, al igual que muchos otros de su tipo, debería ser, en mi opinión, clausurado o dado a personas que mantengan una buena y periódica gestión del mismo, dados los muchos cuentapropistas que recurren a rentar locales para asentar su actividad. El que tenga una mejor idea, que levante la mano.