La historia de Carlos o cómo vivir en Cuba vendiendo frituras

Redacción

La historia de Carlos o cómo vivir en Cuba vendiendo frituras de a peso

Carlos es un hombre rutinario de unos 60 años. Durante todos los días de la semana, por un período de 12 horas, se la pasa haciendo frituras. Algunos dicen que, si por hacer frituras dieran título, él a esta altura ya tendría un doctorado.

“La pincha no es nada fácil. El olor a grasa no me lo quito de arriba aunque me bañe con jabón Palmolive. Desde hace unos 15 años que mi vida es un círculo vicioso. Todos los días me levanto a las cinco de la mañana a preparar la cocina de alcohol que tengo montada en mi carrito de hacer frituras. Antes de irme a la cama, dejo preparada la masa elaborada para el otro día. Más o menos a las 7 de la mañana ya estoy clavado en la Calzada de 10 de octubre, ya que mis frituras son el desayuno de muchos que van para la escuela o centros de trabajo”, cuenta Carlos.

Con su carro de aluminio pintado de amarillo, un fogón que desprende más calor que las calderas del infierno, y un radio ruso de compañía, Carlos vende cada día sus frituras de harina de maíz grasientas y con sabor indefinido. Si bien es cierto que no son precisamente sabrosas, su precio de cinco pesos cubanos, medianamente modesto comparado con el valor de todo ahora en la isla, las ponen al alcance de cualquier cubano hambreado.

Es común el escenario de un grupo de jóvenes estudiantes haciendo fila para matar a la que los está matando sin dejarse los pocos pesos que les dan sus padres para resolver. Tienen hambre y se desesperan por lo caliente que están.

En un día promedio, Carlos vende unas 300 frituras. Anteriormente, contaba con una licencia que lo acreditaba como vendedor por cuenta propia, pero como no le daba negocio aquello por los altos precios de los ingredientes, se dio a la tarea de gestionar un autorizo de un centro gastronómico que además le proporciona la harina y el aceite y así puede vender sus fritangas sin problemas.

“Todos los días entrego 250 pesos. A veces me caen los inspectores corruptos a ver si me pueden sacar algo luego de pedirme todos los papeles y escudriñar cada centímetro del carrito buscando de que agarrarse para sacarme dinero”, comenta.

Cuando llegan las 5 de la tarde, Carlos está que no vale nada y las fuerzas ya no le dan ni para contar un mal chiste. Lleva más de 12 horas de pie.

“Las várices me están matando, si sigo así voy a tener que dedicarme a otra cosa”, confiesa.

Sus cuentas las saca con un mocho de lápiz en una hoja de periódico. Cada día, tiene que lidear con algunos muchachitos malcriados que pasan a la carrera y le roban algunas frituras, a lo que él ya se ha habituado a gritarles: “Cabrones, ojalá se indigesten”.

Cuando llega la hora del mediodía, su mujer le lleva un cacharro con espaguetis o alguna otra comida para que pueda aguantar el tren hasta las cinco de la tarde, porque solo de frituras no vive el hombre.

Al terminar su faena diaria, su camisa blanca se encuentra llena de hollín y su piel impregnada de un fuerte olor a grasa que se resiste a dejarlo, aunque se restriegue con cepillo.

“Mi esposa ya ni lucha coge. Ella mi dice cariñosamente “mi cerdito”. Cuando termino de cenar en la noche, me pongo a preparar la masa para el otro día y luego me tiro en la cama a escuchar un poco el radio, pero siempre me quedo rendido”, cuenta Carlos.

“No me gusta esta vida aburrida, ya tengo 60 años en las costillas y es para que esté haciendo otra cosa, pero no veo ninguna manera distinta que buscarme algunos pesos de forma honrada”, confiesa.

Lo que diferencia a Carlos del resto de los trabajadores del sector estatal cubano, es que cada mes obtiene casi 15 mil pesos, lo cual lo sitúa por encima de otros trabajadores. Es cierto que su labor es muy agotadora, pero si le preguntan a él, vale mucho la pena el ser friturero.