Durante la etapa republicana, la intersección de las calles Galiano y San Rafael fue sin dudas una de las más importantes de toda la ciudad de La Habana, al punto de llegar a conocerse como “la esquina del pecado”, aunque no por lo que quizás el lector pueda imaginar.
En estas dos calles se hallaban las principales tiendas de ropa masculina y femenina, así como barberías, peluquerías, sombrererías, sastrerías, peleterías, sederías, quincallerías, mueblerías, perfumerías, joyerías, y en general toda la amplia variedad de establecimientos donde la población podía hallar los más disímiles artículos para su comodidad y el buen vestir, dando cumplida satisfacción a todos los gustos, desde los más sencillos y modestos hasta los más refinados y exigentes.
El centro de toda esta zona comercial fue precisamente la intersección de Galiano y San Rafael, donde estaban ubicados cuatro de los establecimientos que más dieron que hablar en aquel entonces: la tienda de ropa y novedades “El Encanto”; la quincallería “La Casa Grande”, donde luego se estableció el “ten cents” de F. W. Woolworth Co; la peletería “La Moda” y el café “La Isla”, este ultimo desapareció en los años 50 del siglo XX, dando paso al moderno edificio de la actual tienda de ropa “Flogar”.
Estos cuatro grandes establecimientos, en el cruce de las calles Galiano y San Rafael, conformaron una de las esquinas más famosas de La Habana, en la primera mitad del siglo XX.
El pueblo comenzó a llamar popularmente como “la esquina del pecado”, ya que, en ella, al decir de un cronista de la época, era “perdonable” el pecado de mirar a las mujeres bonitas que frecuentaban el lugar.
Se convirtió el “ir de tiendas” en el paseo y la diversión predilecta de las habaneras, a las que se unieron, desde luego, los hombres, para contemplar, piropear y admirar a las mujeres, o simplemente conversar con novias o amigas.
De esta forma la esquina de Galiano y San Rafael se convirtió en la «esquina del pecado», donde las habaneras se paseaban con elegantes trajes (que la moda se encargó en aquel tiempo que resaltaran sus encantos femeninos), un ojo puesto en los artículos en venta en las vidrieras y el otro en el posible candidato a novio o esposo, esperando por algún piropo de buen gusto a alguna cortés invitación que pudiera dar paso al tan anhelado idilio amoroso.