Un verdugo célebre fue José María Peraza. Ejerció su macabra función en la villa de Trinidad. Condenado a morir en la horca, en 1767, por haber matado a su mujer a cuchilladas, no podía cumplirse la sentencia, como tampoco la de otro reo, por carecer Trinidad entonces de «ministro ejecutor».
Se pidió a Santa Clara el que ejercía en esa ciudad, pero el hombre murió durante el viaje. Así, Peraza, a cambio de salvar la vida, se ofreció para desempeñar el cargo de verdugo e inició un rosario de ejecuciones con su propio compañero.
Por aquel entonces el bandolerismo estaba por doquier, por lo que este verdugo envió al más allá a no pocos, incluso hasta un chino que no supo defenderse con el juez.
Este verdugo llegó a coger gran fama por su habilidad con la soga. Según se dice este hombre tenía una rutina bastante funesta, ya que luego de ahorcar a los delincuentes solía caerles a patadas en el pecho a los cuerpos para asegurarse que no fueran a quedar con vida.
Una de sus maniobras más recordadas fue en una ocasión en la que se rompió la soga y el hombre quedó vivo siendo conmutada la pena. Los presentes no cabían en si del asombro y gritaron ¡Milagro!
En algunos años hubo tiempos que tenía sus clientes en fila, otros años se lo pasaba bien aburrido.
José María Peraza percibía 125 pesetas por cada ejecución. Se las tiraban sobre el tablado, y el hombre, luego de recogerlas, daba las gracias al público. Parece que nunca utilizó ese dinero para satisfacer sus necesidades, sino que lo repartía como limosna entre los pobres.
Un día tomó por sorpresa a no pocos que dejaría el oficio por su edad y ya no ahorcaría a nadie más. No obstante, se convertiría en la primera persona en Trinidad en usar el garrote vil. Un bandolero muy conocido por aquellos lares que llevaba preso durante 20 años fue el primero en morir al garrote, ya que la ley establecía que los 21 años se le dejaría en libertad.
Un dato curioso sobre aquel verdugo es que mandaba a dar una misa por el alma de los que morían a manos suyas.
Con el paso del tiempo y ya mayor, comenzó a trabajar como Mataperros municipal, aunque muchas veces no corría con suerte y los perros lo mordían. Sin embargo, ya su alma no penaba como los ahorcamientos. Como es natural se le pagaba, no mucho pero algo es algo.
En 1626, el Cabildo Trinitario orientó ahorcar y destruir a todos los perros, cabras y ganado porcino por todo el daño que le estaban haciendo a la ciudad. En ese momento se le complicó el trabajo, aunque igual pudo cumplir su cometido porque le asignaron un ayudante.
A los niños cuando se ponían majaderos le decían: “Ahí viene el Mataperros” y los muchachos se tranquilizaban. Sus últimos años los vivió en un bohío en las afueras de la ciudad, alimentándose de sus propios sembrados y de la comida que de vez en cuando le llevaba algún vecino.