No es fácil escoger entre tantos artistas cubanos a los más queridos, a los más simpáticos, a los de mayor desempeño; porque han sido muchos. Lo cierto es que las tres características citadas –carisma, simpatía, calidad- se reunieron en uno siempre recordado: Enrique Arredondo, quien creó personajes tan populares como Cheo Malanga, Bernabé y el doctor Chapotín.
Nacido en La Habana, en 1906, Enrique Arredondo, el mayor de nueve hermanos, debía haber sido dentista, según los deseos del padre. Pero la vida, llena de dificultades económicas, le hizo buscar trabajo, a la par que estudiaba cuando apenas tenía once años.
Fue así que se hizo mensajero, repartidor de pomos de leche en carretilla, conserje, cartero, descargador de ladrillos, pelotero, vendedor de ropa, zapatero…, según los vaivenes económicos del país.
Pero no pasaría mucho tiempo para que el joven comenzara su vida artística y se convirtiera, para beneplácito de su público, en el negrito, personaje vernáculo con el que consiguió un contrato por la risible suma de tres pesos, que incluyó giras por el interior del país.
Cuentan que la primera vez que Enrique Arredondo trabajó en un cine, lo hizo en el Esmeralda, en Monte y Arroyo, al que iba –recordaba él- un elementico que “le zumbaba el mango”. En esa ocasión fueron algunos artistas conocidos, pero a él, -nunca supo por qué-, lo dejaron para el final. « Entonces yo no era artista ni la cabeza de un guanajo», decía él.
El caso fue que cuando salió a escena, aquello fue terrible: las trompetillas llovían, y al terminar la función le dijeron: « Arredondo, no salgas que hay como 15 hombres que te están esperando en la puerta para tirarte del puente para abajo ».
Sucede que al lado del teatro había un puentecito, y el artista que iba allí y no gustaba, lo tiraban del puente así no más. « Estuve hasta las tres de la mañana metido en el sótano, recordaba Arredondo. Ese fue mi debut, y dije, no trabajo más en el teatro, yo no sirvo para eso».
Por cierto, cuando el artista en ciernes se fue a quitar la pintura no sabía cómo hacerlo. La glicerina con el corcho, que es con lo que se pintan los negritos, hay que quitársela con grasa. Pero él hasta piedra pómez se dio en la cara y no salía.
Así mismo tuvo que irse para la casa, a siete cuadras del lugar. « Mi madre nunca se acostaba hasta que no llegara el último de sus hijos, Cuando llegué, me tiró la puerta en la cara y me dijo: “Aquí no es”. No se imaginaba que era yo, su propio hijo».
Tal vez otro se hubiera espantado con estos comienzos. Sin embargo, a don Enrique Arredondo hoy se le recuerda como uno de los más grandes comediantes del teatro, la radio y la televisión de nuestro país, que hizo reír por igual a grandes, mediados y chicos.
El humor, para los cubanos, –decía Enrique Arredondo- es una condición de nuestra personalidad. De momentos críticos nos ha salvado la gracia del humor.
«Por ejemplo, -contaba él – usted lleva tres horas en una lenta cola y de buenas a primeras se rompe la monotonía de la tragedia con un chiste, con un piropo ocurrente, con un simple gesto de simpática desesperación. Así nos acompañamos con humor».
Y si de risa se trata, mucho tendríamos que reconocerle a esta muy popular y querida figura de la escena criolla, que se hizo a sí mismo en tiempos difíciles.
Autodidacta, sí, pero sensible y talentoso, como aclarara Joaquín G. Santana. Nada de burdas improvisaciones –aunque algunos llegaron a pensarlo – cuando echaba al vuelo una “morcilla” que agarraba de sorpresa a sus contrafiguras y provocaba en el público sonoras carcajadas.
No por gusto algunos de sus dichos –tal era su simpatía e ingenio- llegaron a convertirse en parte de nuestra fraseología habitual como: “¡Mentira, tú me está engañando!”, “¡Ah, bueno, así, sí!”, “!No pué sel !” y “¡Atrevidooo! ”
Las tablas fueron su primera gran escuela. Hacia 1925, con 19 años, hizo sus primeros intentos en el teatro. Rápido se le vio en el papel de negrito, con el que sería, -luego de transitar por un camino no exento de angustias-, una de las mayores atracciones de nuestro vernáculo durante más de medio siglo.
Por cierto, Enrique Arredondo estuvo a punto de morir en la medianoche del 18 de febrero de 1935 cuando se derrumbó el vestíbulo del teatro Alhambra, donde actuaba para su público.
También se presentó en otros países del continente americano y su rostro se vio en varias películas, como en la cinta “Nuestro hombre en La Habana”.
Ningún medio le fue ajeno. Aún se recuerdan sus actuaciones, a lleno completo en la pista del cabaret Capri, en El café de los recuerdos.
Estrenó de su propia creación más de cien obras de teatro vernáculo, en diferentes salas del país.
Se cuenta que en un principio su padre se oponía a que siguiera la carrera de actor, y un día le sugirió que dejara esos trajines pues él, no tenía el talento, digamos, del negrito, que recién había aplaudido en el teatro Valentino, y cuyos apellidos no le eran conocidos.
Sin embargo, el actor de marras no era otro era el propio Enrique Arredondo, quien había mandado a cambiar nombre. Este desacuerdo entre padre e hijo se resolvió de manera fraternal al confesar este último: « Papá, el negrito soy yo». Ya podemos imaginar la escena.
«Monarca del disparate y del absurdo, soberano de la risa», lo llamó en 1981 el periodista Mario García del Cueto. Y más exacto no pudo ser.
Eso de anunciarse como fabricante de churros de tres velocidades; decir que Víctor Hugo fue un gran ginecólogo y contar que ha cazado leones en el África distrayéndolos al son del violín y ahogándolos después con sus propias manos, provocan la carcajada solo cuando el artífice del “morcillazo” es el actor que reúne en sí mismo a personajes tan populares como el doctor Chapotín o el Cheo Malanga de “San Nicolás del Peladero”, el Bernabé de “Detrás de la fachada”, o el Simeón de “Alegría de sobremesa” ».
Enrique Arredondo falleció en La Habana el 15 de noviembre de 1988. Tenía 82 años.
Su autografía “La vida de un comediante” -donde prodigó humildad y buen humor-, editada por Letras Cubanas en 1981, tuvo tal éxito de venta que sobre el día de su presentación contó Arredondo:
« Yo calculo que allí se congregaron más de tres mil personas. Tuve que estampar mi firma en cientos de ejemplares. Creo que los cien mil de la primera edición volaron a la semana».