Las bodas son casi siempre la realización de un sueño, especialmente para las muchachas, aunque muchos hombres también esperan con ansiedad ese día, a pesar de que intenten no expresarlo…
El vestido blanco, eso sí, es lo que llamaríamos una tradición de toda la vida; claro, más allá del color, cada joven solía usarlo del tejido y con los aditamentos que podía permitirse. Si algo en común tenían las más ricas y las más pobres era el hecho de encargarse un vestido nuevo, especialmente cosido y diseñado para ellas por las mejores costureras de la ciudad o por la costurera de la familia, respectivamente. Según muchas abuelitas, no faltaba tampoco quien usara el de la madre, o la amiga más cercana, bien por una cuestión nostálgica, supersticiosa o económica.
Las flores, dicen, nunca han faltado, y las cintas y cuanto adorno fuera posible para engalanar el sitio de la fiesta. Costumbres me han contado muchas: el “aliñao” de los orientales, una bebida sabrosa con toda clase de frutas que se añejan en aguardiente o ron blanco; el guateque en los campos, donde se bailaba y cantaba en vivo, y tenía tanto “ringo rango” en aquel contexto como contratar una orquesta para amenizar la fiesta en un club citadino…
Marta Andricaín Estrada, descendiente de una familia con cierto abolengo, a sus 90 años recuerda perfectamente las casi imprescindibles ceremonias religiosas con “flawers girl” y “ring boys”, damitas y caballeritos, dichos en un argot muy neocolonial, y la consiguiente crónica social, aquella columna en los periódicos que anunciaba la unión de dos representantes de “lo que más vale y brilla en la sociedad”…
Y es que sí, las bodas son casi siempre la realización de un sueño, especialmente para las muchachas, aunque muchos hombres también esperan con ansiedad ese día, a pesar de que intenten no expresarlo, porque es parte del folclor masculino; sin embargo, me pregunto si la parafernalia que hoy acompaña ese día trascendente no terminará convirtiendo el sueño en pesadilla.
Me refiero a que se ha puesto de moda, por ejemplo, pagar un organizador de eventos, como esos y esas que en las películas de Hollywood atormentan a la pareja con pruebas y selecciones de cada detalle y que en la realidad cubana, tanto como en la ficción hollywoodense, cobran muy bien por sus servicios.
Súmenle las invitaciones, el descapotable clásico, los obsequios a los invitados (hasta donde yo sabía los obsequiados debían ser los novios), los álbumes, revistas, afiches y libros con fotos de la pareja que, antes y después del solemne momento, debe posar para el fotógrafo en estudio y exteriores; de hecho, hasta el también tradicional “que se besen” necesita durar lo suficiente para que cargue el flash de la cámara o repetirse hasta que el lente capte el mejor ángulo de los casados.
Todos estos gastos están de moda, aunque la Oficina Nacional de Estadísticas reportó que en el 2016 un total de 32 848 parejas decidieron divorciarse, cifra que superó en 843 las separaciones legales de 2015.
Pero, regresando al primer párrafo, ahí están también los vestidos de novia y sus precios de alquiler. El acápite costurera parece haber quedado cerrado en todos los estratos sociales, pues lo que tiene swing es, bien que te lo traiga del extranjero algún pariente, bien rentarlo con todo y organizador de eventos, decoración, etc., en el más chic de los sitios dedicados al tema.
La verdad, no tengo nada en contra de las bodas, ni de las flores, los anillos, las damitas, los descapotables, los cakes como rascacielos, ni siquiera de los organizadores de evento y los posters de ambos esposos en medio de un corazón rojo. De hecho, creo en el matrimonio como institución y como opción sentimental para unirte a alguien con quien compartirás la vida hasta que la muerte, algo, alguien o uno de los cónyuges los separe. Creo en el matrimonio y me encantan las bodas.
Yo misma me casé con casi todo eso, con la parte de la parafernalia que entraba en mi sueño. Dígase el cake blanco sin muchos adornos, la decoración en blanco y rojo, con la playa de fondo, damas, damitas y “damito”, solo le resté al estándar dos o tres cosas: usé el precioso traje de una amiga que me lo prestó con mucho gusto, planeé con mi esposo cada detalle sin contratar a terceros, cambié el descapotable por un “quitrín” (era lo que estaba en mi sueño), e incluí en la ceremonia una canción de Sabina: “que todas las noches sean noches de boda, que todas las lunas sean lunas de miel”.