La terrible historia del cólera en La Habana… o cómo casi la capital se queda sin habitantes

Redacción

El cólera es una enfermedad infecciosa aguda que llega causar grandes estragos en lugares en la que la sanidad no sea la apropiada y donde no se apliquen las medidas efectivas para su control. La Habana del siglo XIX tenía todas las papeletas para que proliferara la pandemia, y por eso sufrió tres gigantescos brotes (1833 – 1838), (1850 – 1854) y (1867 – 1882). Entre todas las personas que murieron, y los otros tantos que salieron huyendo para evitar un posible contagio, la capital por poco se queda sin habitantes.

El brote en 1833 fue “importado”. En ese entonces el mundo sufría una pandemia de cólera y este entró como Pedro por su casa a través del puerto de La Habana.

El primero de los fallecidos fue un catalán llamado José Soler, quien luego de contraer la enfermedad en Estados Unidos, la distribuyó entre sus vecinos y conocidos. Tan crítica era la situación que tan solo desde el día 25 de febrero cuando bajaron la tumba de Soler, hasta el 20 de abril, fueron a hacerle compañía en el reparto boca arriba más de 8000 paisanos.

Como el brote comenzó entre las clases más bajas de la sociedad, la alta alcurnia no movió un solo dedo ni gastó un peso en tomar medidas, pero no pasó mucho tiempo hasta que comprendiera su error, ya que el cólera se abría paso cargándose de igual forma a ricos y a pobres.

Los que tenían recursos cargaron con sus pertenencias y se marcharon a sus haciendas. Los que no, no les quedó de otra que encerrarse en sus viviendas para evitar contacto con sus semejantes. Las calles quedaron desiertas.

La situación solo empeoraba con el paso de los días. Muy pronto comenzaron a morir hasta los sepultureros y no había quien se hiciera cargo de los cadáveres. A las autoridades no les quedó de otra que zumbarle la tarea a los negros esclavos, quienes no tuvieron más remedio que obedecer.

El cólera se cobró la vida de varios personajes célebres en aquel entonces. Entre ellos el monseñor Valera Jiménez, obispo de La Habana (a los 12 días de haber asumido la jerarquía); el pintor francés Vermay, director de la Academia de San Alejandro; Ángel Laborde, comandante del Apostadero de La Habana; oidores; jueces y casi todos los ayudantes del Capitán General de la Isla.

Las autoridades españolas ya no sabían que hacer. Llegaron a prohibir incluso que se regasen las calles para evitar que el agua se mezclara con la inmundicia; ordenaron pintar los exteriores de las viviendas con un compuesto de masilla, cloruro y cal; y dieron la indicación que ante cada local habitado se colocase una vasija con cloruro que debía ser cambiada cada día.

Desde las fortalezas se disparaban los cañones tres veces al día y en las plazas se encendían grandes hogueras, ya que se pensaba que este tipo de acciones harían que el cólera saliera de la atmósfera.

Tantos muertos hubo que el Cementerio de Espada se quedó chiquito, por lo que tuvo que improvisarse uno frente a la Quinta de los Molinos y en varias partes de la ciudad se abrieron fosas gigantescas en las que depositaron hasta 1500 cuerpos.

El impacto demográfico fue brutal, ya que se calculan unos 30.000 muertos tan solo en La Habana, lo cual representó más del 10% de la población.