Dentro de los nombres de empresas cubanas que han sobrevivido en el imaginario popular al paso del tiempo y la desidia se encuentra La Gran Vía, que, sin discusión, fue la mejor confitería que existió en Cuba durante la República, y sentó cátedra en el arte de la preparación y decorado de los cakes.
Pocos conocen que la empresa surgió como dulcería en el pueblo de Güines en 1921 y que fue la primera repostería en Cuba que inició la práctica de presentar sus mercancías envueltas en papel transparente. Desde sus inicios alcanzó fama y le llovieron pedidos de todo el país, lo que le permitió irse mudando sucesivamente, dentro del mismo Güines, a locales más grandes hasta el año 1940 en que abandonó ese pueblo para establecerse en La Habana.
Se domicilió entonces en la calle Santo Suárez No. 118, donde pudo ampliar sus negocios para poder responder a la demanda creciente. La Gran Vía se instaló en su nueva sede como una dulcería modelo, con maquinarias altamente eficientes y totalmente asépticas.
Fue siempre, por encima de todo y a pesar de su expansión, una empresa familiar: Los fundadores fueron tres hermanos: José, Valentín y Pedro García Moyedo. José se encargaba de la administración y verificaba la técnica de elaboración; Valentín supervisaba la producción, venta, organización y mejoramiento de los talleres y publicidad; mientras Pedro se encargaba de la gerencia y la contabilidad.
La Gran Vía se ufanaba de poseer “fórmulas secretas” (¿qué dulcería no?) que daban a sus productos un sabor mucho más exquisito que el de sus competidores. Truco publicitario o no, la realidad es que las materias primas utilizadas por la empresa eran de la mejor calidad y para la elaboración de sus famosos super – cakes sólo se utilizaba harina importada. La mecanización de la industria posibilitaba que durante el proceso de fabricación los obreros no tuvieran, prácticamente, que tener contacto con los productos.
Los llamados súper – cakes fueron el producto estrella de La Gran Vía. Elaborados con materia prima de primerísima calidad, podían ser encargados de forma personalizada por los clientes. Luego los maestros pasteleros y los decoradores se encargaban de darles forma artística, convirtiéndolos en carrozas, aviones o fortalezas. Esto causaba sensación entre los pequeños, y los padres complacientes y pudientes siempre encargaban en La Gran Vía.
Sin embargo, a pesar de su exclusividad y fama, la casa producía pastelería para todo el entramado de la sociedad cubana. Lo mismo podía hacer un cake de $500.00 para el millonario más exigente que uno de $1.50 para las familias más modestas. Como la dulcería tenía en exhibición parte de su mercancía, era un atractivo extra ir a comprar allí y en fechas significativas como el Día de los Enamorados, de las Madres o el fin de año, el local no alcanzaba para acomodar a todos los que deseaban adquirir un cake.
Según los cálculos más conservadores La Gran Vía podía elaborar hasta 3 000 cakes en una jornada de ocho horas y, además, fabricar extra una gama amplia de dulces diversos.
El 6 de junio de 1952 la empresa inauguró un nuevo y moderno edificio que dividió en varios departamentos:
1) Salón de Exposiciones y Venta: Dedicado al público, contaba con ricas vidrieras, modernas y lujosas, con un estilo propio y original, a la par que artísticamente presentadas. Este salón ofrecía a los clientes todo tipo de comodidades, incluyendo aire acondicionado.
2) Salón de Productos Elaborados y Existencias: Un almacén para colocar la producción antes de pasarla al área de exposición y ventas. También contaba con aire acondicionado.
3) Talleres: Era el área donde se confeccionaban los cakes y los dulces. Contaba con la más moderna maquinaria de su tipo en el país. Un aspecto muy curioso de estos talleres era que los clientes podían observar a los obreros trabajar desde un mirador expresamente construido para ese fin en un nivel superior. De esa forma la empresa convencía a sus clientes de la pulcritud y el orden que regía todo el proceso de producción.