Incómodos, gastadores, rústicos. Es común ver en la isla a los dueños de los añejos Lada rusos parados junto al capó levantado y agarrándose la cabeza porque quedaron varados en cualquier esquina.
Pero a pesar de todos sus defectos estos automóviles despiertan pasiones, constituyen el más visible legado de la era soviética en la isla y son un símbolo de estatus para sus propietarios, que a veces deben hacer milagros de ingeniería para mantenerlos en movimiento.
A fines del año pasado un puñado de dueños de estos vehículos decidieron formar el Club Lada Cuba y en menos de cuatro meses -pese a las limitaciones de la pandemia del nuevo coronavirus- ya tienen unos 140 miembros que se reúnen para actividades sociales como donar sangre, apoyarse cuando alguno tiene un percance -incluso un choque- o simplemente intercambiar trucos y repuestos.
Los primeros Lada llegaron a Cuba a fines de los años 60 y comienzos de los 70, explicó a AP Willy Hierro Allen, mecánico y especialista en transporte que dirige la revista Excelencias del Motor.
A fines de los años 50, Cuba era uno de los países del continente con mayor cantidad de vehículos por habitante y por la isla transitaban antiguos Ford, Pontiac o Chevrolet, que aún ruedan y le dan ese aspecto antiguo a La Habana.
Pero tras el triunfo de la revolución socialista en 1959 y al calor del enfrentamiento con Estados Unidos los repuestos comenzaron a faltar y la importación de vehículos se paralizó por completo.
Tras la imposición de sanciones por parte de Washington arribaron Seat y Alfa Romeo, como el que usaba el expresidente Fidel Castro. Pero cuando el país se acercó a la Unión Soviética e ingresó al Consejo de Ayuda Mutua Económica -el mercado común creado por las naciones socialistas- comenzaron a arribar los Lada de paseo y algunas unidades tipo jeep —aunque a estos se les dio uso militar—.
En menor medida se importaron Moskvitch rusos y Polski Fiat de Polonia.
Los Lada de paseo fueron convertidos en miles de taxis, se los distribuyó en las dependencias públicas; o se les ofreció a los dirigentes del Partido Comunista y el gobierno, a los trabajadores destacados y a algunas personalidades a las que se le otorgó el derecho a comprarlos.
“El auto mío era de un teniente coronel y su esposa, funcionaria del antiguo Ministerio de Economía”, relató Benito Albisa, un profesor de historia de 33 años, vicepresidente del Club Lada Cuba y dueño de un 2106 de 1976. “Ellos después de 40 años no tenían (dinero) para seguir manteniéndolo y me lo venden a mí. Mi padre y mi hermano me lo regalaron cuando me gradué de máster”.
Las autoridades jamás hicieron pública la cifra del parque vehicular cubano, estimada por expertos en unos 20.000 automóviles clásicos estadounidenses y más entre 80.000 y 100.000 Lada, en una nación con 11,3 millones de habitantes. El Banco Mundial estimó que había 38 vehículos de motor —incluye autobuses— por 1.000 residentes en 2008.
A partir de los años 90 se incorporaron para el turismo unidades de Toyota, Peugeot y Kia, entre otras marcas, que luego de ser usadas en las arrendadoras se ponían a la venta o se entregaban al sector estatal. A su vez ingresaron nuevos Lada para uso corporativo y chinos Geely con diseño moderno y mecánica avanzada, que por lo general no son muy populares.
Basta un recorrido por las ciudades cubanas para ver que no hay atascamientos de tráfico ni horas pico. Al existir un mercado particular tan reducido -porque los vehículos estatales no pueden ser vendidos a los ciudadanos-, los pocos automóviles existentes se convierten en objetos preciados y costosos.
Un Lada 2107 de los últimos que se fabricaron hasta ser discontinuados por la firma rusa AutoVaz a fines de la década pasada puede costar entre 20.000 y 25.000 dólares, una fortuna en la isla que tiene un salario promedio de 150 dólares, pero poco en comparación con los 60.000 que el Estado pide por los usados que saca de la renta al turismo.
Al costo de compra se suma el de mantenimiento: los dueños de los Lada se las tienen que arreglar para traer a través de mulas repuestos de Rusia, Panamá y hasta Miami o, en el peor de los casos, fabricarlos artesanalmente.