Más de quince años han acontecido desde que Fidel Castro obligó a millones de cubanos a endeudarse con la adquisición de electrodomésticos chinos y rusos de pésima calidad y a precios incosteables para los ínfimos salarios y pensiones con los que se solían sustentar los ciudadanos en aquella época, dada la excusa de llevar a cabo la supuesta “revolución energética”.
Los resultados de esa política fracasada, en la que se utilizaron a los habitantes de los municipios más humildes y periféricos como cobayas para experimentar su implantación, indicaron una disimulada estrategia política detrás de esta «gran idea».
La sustitución de los equipos eléctricos en uso comenzó en el año 2004, los que fueron reemplazados por unos nuevos, supuestamente, más ahorrativos y que permitirían concentrar la utilización del petróleo en la generación de energía eléctrica y rebajar significativamente el consumo nacional del mineral, pero nada de esto resultó como se había planeado, y estos equipos terminaron siendo igual de consumidores de electricidad que los anteriores y con una mucho mayor caducidad, por lo que ahora son exportados como chatarra luego de ser enviados a los hornos de la Antillana de Acero.
Los ciudadanos solo recibieron cientos de compromisos de pago por la adquisición forzada de nuevos aparatos y por el despido de sus gastadas (aunque eternas) maquinarias.
Hilda Rosa Puig, vecina del habanero reparto La Güinera, confesó que su madre falleció sin llegar a saldar la deuda con el banco, pues sus cuotas mensuales excedían en más de 200 veces sus ingresos. Debido a esto, estuvo cobrando solo 10 CUP mensuales de jubilación durante casi su última década de vida, en vez de los 64 que debía recibir.
La habanera ha heredado las deudas de su progenitora y ni siquiera ha podido conservar la mayoría de estos artículos, pues muchos se han roto y algunos otros tuvieron que ser vendidos para pagar los alimentos y los medicamentos que requirió su madre cuando enfermó de cáncer.
Aseguró sentirse estafada y que se hubiera rehusado a cambiar sus equipos de haber tenido el valor en ese momento, pero confirmó que, de alguna manera, todos los cubanos fueron obligados a firmar el acuerdo.
Sumada a la entrega de equipos como televisores y refrigeradores en buen estado de funcionamiento, los cubanos tenían la obligación de renunciar a cocinar con gas licuado, en un momento histórico en que recién salían de los «alumbrones», lo que reflejaba un suministro de energía eléctrica muy inestable. La disposición proponía que las personas adquirieran una hornilla eléctrica y un conjunto de ollas y otros cacharros que costaban el salario de un año de un trabajador estatal, y cuyo pago no contemplaba el gasto eléctrico correspondiente a comenzar a utilizarlos para las tareas domésticas, desde cocinar tres comidas al día hasta hervir agua para beber o para bañarse.
El presupuesto destinado al pago de la tarifa eléctrica dentro de la economía del hogar pasó de rondar los 10 CUP a demandar la mitad del sueldo, por lo que fueron muchos los que, como Hilda, tuvieron que encontrar otros «trabajitos» para llegar a fin de mes. Ella trabaja limpiando pisos en un hospital, y por las noches cuida enfermos o hace alguna labor de costura para los vecinos.
Gracias al mismo discurso cínicamente entusiasta con que se han disfrazado casi todos los intentos de salir de los baches provocados por un antojadizo manejo de la economía, el Gobierno persuadió a la población para que creyeran que el fenómeno iba a suponer una mejoría en sus condiciones de vida, así como que los acuerdos serían módicos en materia de precios y plazos para pagar.
Comenzó como una propuesta experimental voluntaria pero, ante las grandes masas que se negaban a participar, se transformó en un recurso legal impuesto a casi todo el país.
Así acabaron muchos millones: bajo constante acoso de los trabajadores sociales para obligar a pagar, chantajeados con cartas de denuncia del CDR a los centros de trabajo para forzar a terminar sus contratos o congelarles los sueldos, por lo que todo el que se negaba acababa por acudir al banco para acatar los llamados “compromisos de pagos”, resultado de lo que fue una imposición masiva de una deuda insalvable a cambio de artículos de mala calidad y un negocio redondo para los de arriba.