El cementerio, ese lugar por el que a veces no sé si sentir respeto o escalofríos, donde los restos mortales descansan. Aunque Halloween, celebración pagana, ha inculcado a las generaciones actuales que los panteones son lugares aterradores de los que hay que mantenerse alejado, la tradición de dejar reposar a los cadáveres en camposanto nace de las más nobles tradiciones. El término “cementerio” viene del griego “koimeterión”, es decir, dormitorio, por la creencia de que los cuerpos duermen hasta la resurrección. Claro, no todos los osarios acogen a todo tipo de personas, de hecho, son más bien las propias personas, no la institución, las que deciden no ser sepultadas junto a otras de distinta religión, comunidad, clase social o etnia.
En nuestra capital existen reconocidos cementerios: el más prolífico, el Cementerio de Colón, hogar de los difuntos habaneros; también se encuentra el cementerio chino, creado por la vasta y arraigada emigración de esta nación asiática que se asentó en Cuba fundamentalmente en el siglo XX. Por último, pero no menos importante, hallamos el Cementerio Bautista de La Habana, en calle San Juan Bautista y 37 (Nuevo Vedado), con más de unas 1,23 hectáreas de extensión en la actualidad.
Está activo desde finales del siglo XIX, fundada el 1ro de febrero de 1887 como Necrópolis San Juan Bautista de La Habana a petición de la Iglesia Bautista Protestante y sus feligreses citadinos, siendo esta religión una de las más importantes en el país. Es el único de su tipo en Cuba, pues en Cienfuegos sus habitantes pidieron la construcción de uno, pero nunca se llevó a cabo.
Como primera acción tras su fundación en 1905, la Convención Bautista de Cuba Occidental adquirió el terreno del camposanto, y desde sus inicios, esta dictó que allí solo yacerían las personas que la institución eclesiástica permitiera. Comenzó con 2,2 hectáreas de extensión, comprendida entre la estancia Los Zapotes y la finca Las Torres. Dicho espacio fue comprado originalmente por el que sería su administrador, Pastor Alberto de Jesús Díaz Navarro (quien fuera capitán del Ejército Mambí) por 600 pesos, según escritura pública No. 29 del 21 de febrero de 1887.
Estaba diseñado en forma de trapecio, con una puerta principal sujeta a dos grandes columnas de mampostería, separadas entre sí por cuatro metros, con un portón de dos hojas hechas de pino, aunque esta fuera sustituida por una reja que hasta hoy se mantiene.
Fue solicitado su cierre por las autoridades españolas en dos ocasiones, a petición del Obispado de La Habana, dadas las repetidas inhumaciones de católicos, pues algunas se hicieron, decían, en contra de la voluntad de los familiares del difunto. Dichos alegatos fueron comprobados y denegados.
Cuentan que en la Necrópolis de Colón no se autorizaba sepultar a no católicos, hecho desmentido en reiteradas ocasiones, pero admitiendo entonces que el impedimento radicaba en celebrar los cortejos fúnebres tradicionales de la religión, díganse cánticos y otros rituales. Esto fue razón suficiente para crear el Cementerio Bautista de La Habana, que acogió con gusto a todos los cristianos protestantes de la ciudad.
En la actualidad, la necrópolis está bajo la dirección de las oficinas del Cementerio de Colón. Su buen estado arquitectónico se debe a esta acción, aunque los registros se han perdido y no hay constancia exacta de cuántas personas ahí descansan. Solo se conoce que el primer entierro correspondió a la señora María Gavina Valdés Oliver, el 21 de mayo de 1887.
Los fieles de la religión protestante en Cuba encuentran su reposo eterno en las tierras de este lugar y a los que dejan en vida tienen un espacio donde recordarlos y rendirles tributo, ya sea en grandes criptas y mausoleos como en el más humilde nicho familiar; al final, todos somos iguales cuando la parca nos lleva.
Desde la perspectiva de esta atea irremediable, con casi ninguna experiencia cuando de entierros se habla, los cementerios brindan esa satisfacción por admirar una cultura diferente, por intentar creer en el otro mundo y por presentar respetos a las almas que se lo merezcan. Al final eso es lo importante: el respeto; el respeto por otras costumbres, otras culturas, otras comunidades, otras vidas; porque de respeto se nutren el mundo y la civilización.
Sueño, soñamos todos, en una vida sin prejuicios y sin restricciones morales, en la total libertad de expresar lo importante y lo justo, sin ofender, sin molestar, sin imponer, sin riñas ni discordias; una vida en la que todos seamos iguales, porque lo somos ya y siempre lo fuimos, pero, simplemente, hay mucha gente que no lo quiere entender.