Según la creencia popular cubana el gato es el único ser vivo con siete vidas; pero los que eso afirman desconocen la historia del esclavo Miguel, un negro de Guanbacoa que allá por la primera mitad del siglo XVIII sobrevivió a todo como en botica.
Miguel vivía, como ya se mencionó en el término de Guanabacoa, específicamente en las inmediaciones del desaparecido ingenio San Hipólito a un par de leguas de la villa.
Cuentan que el negro amaneció un día un poco loco (o encabronado, que también pudo ser), cogió una tea y entró corriendo en la casa de sus amos, quemándola de punta a punta. Cuando terminó de incinerar la vivienda agarró para el cañaveral cercano y lo redujo también a cenizas.
De más está decir que al berrinche del esclavo sucedió el de las autoridades españolas que lo aprehendieron y decidieron castigarlo inmisericordemente, no fuera a suceder que la gracia de andar dando candela a los bienes ajenos se regara entre las dotaciones de esclavos.
El mismo alcalde de Guanabacoa dictó la sentencia. Miguel debía ser atado a un poste frente a las cenizas aún humeantes de las propiedades de sus amos y un grupo de vecinos le dispararía desde cierta distancia hasta que le provocaran la muerte “de forma natural”.
Al parecer la “cierta distancia” no era tan larga o los tiradores tenían muy buena puntería, pues los verdugos le acertaron cuatro veces en la cabeza y otras cuatro en el torso. Sin embargo, cuando se acercaron a Miguel este seguía vivito y coleando.
Pillo el negro, exigió que se presentara ante él un sacerdote, pues aseguró que se le había aparecido la misma Virgen del Rosario y le había perdonado la vida.
Como aguantar ocho balazos sin morirse parecía cosa del cielo, por si las moscas los verdugos accedieron a la petición y se apareció el susodicho cura a quien el ladino Miguel convenció de que en verdad estaba vivo por mandato divino.
El cirujano logró extraerle varias balas y luego lo vendó. Las autoridades esperaban, como era natural, que el esclavo se muriera, pero no se murió. Por lo menos, no en ese momento.
Desesperado el alcalde, que de todas todas quería mandarlo al otro mundo, mandó a que se revisara la choza en que vivía para encontrar pruebas de que Miguel practicaba la brujería. Y si las pruebas no se encontrasen que las inventaran, para volverlo a amarrar al palito quisiera o no quisiera el cura, la Iglesia y la mismísima Virgen del Rosario.
En eso andaban los vecinos cuando, finalmente, a los once días de haber recibido ocho balazos “mortales”, falleció, al fin, Miguel, el negro de Guanabacoa que tenía más vidas que un gato.