Mi Titanic eleva el ancla y comienza a recorrer los caminos llenos de baches. La travesía que me espera no es nada fácil.
A diferencia del famoso buque que se hundió en los mares, el mismo que inmortalizaron Kate Winslet y Leonardo Di Capio en la cinta que lleva el mismo nombre, mi Titanic no es nada estético.
Mi Titanic es un camión que transporta pasajeros desde La Habana a Matanzas, que se encuentra pintando de un color amarillo chillón y en el que, con letras rojas, se encuentra “adornado” con frases como “Monta que te quedas” y “Recojo a la mayoría, así que ponte en fila”.
Como cada fin de semana, cientos de personas viajan de regreso a sus hogares de una forma u otra.
No es menos cierto que se puede llegar al destino deseado, pero el viaje no tiene la más mínima gota de comodidad.
La historia de este Titanic no comienza en el momento de abordar el buque (camión en nuestro caso), sino desde mucho antes de “zarpar”. Sobre las 4 de la tarde en el intermitente de Alamar, las personas se van amontonando en pequeños grupos para intentar adivinar el punto exacto en el que el Titanic los recogerá.
Cuando aparece en escena el camión es que comienza “lo bueno”. La multitud sale corriendo para alcanzarlo y, luego de un buen rato de calor, empujones y exclamaciones de todo tipo, el chofer arranca el vehículo y comienza el viaje, al más puro estilo de un tren que transporta ganado vacuno.
Las leyes espaciales quedan sin efecto en su interior, los límites pasan a un segundo plano y como por arte de magia, las personas se “acomodan” unas encimas de otras con tal de poder regresar a casa.
Con cada bache del camino las personas se van moviendo como las olas del mar. En uno de esos vaivenes, una señora de voluminoso cuerpo cae prácticamente sobre mí.
En ese momento me juro que no montaré nunca más en mi Titanic. Sin embargo, al instante vuelvo a caer en la cruda realidad y sí, la semana próxima estaré a bordo de una nueva travesía.