Quizás no sea el Corcovado de Brasil, ni el Jesús de Lisboa, ni el de Lubango en Angola, pero el Cristo de La Habana, del que tan poco se habla, ha sido testigo de muchas historias a sus pies.
Con sus impresionantes 320 toneladas se alza imponente dando la impresión que mira a todos desde cualquier lugar.
Detrás de su construcción se guarda una historia de conspiración política. En 1957, cuando se produce un asalto al Palacio Presidencial de La Habana para ajusticiar a Fulgencio Batista. Su esposa, muy angustiada, emprende el proyecto de construir la estatua como una promesa al Corazón de Jesús por la vida de su marido. Batista lo miraba desde otra perspectiva: inaugurarla sería una manera de ganar el apoyo popular que se le diluía.
Comenzaron las recaudaciones, se formó un patronato y mucha gente contribuyó a financiar el proyecto.
La colosal obra salió de las manos de la escultora cubana Jilma Madera, quien viajó a Italia y estuvo dos años preparando el proyecto. Según se dice, ella no miró ninguna imagen existente de Jesús, sino que se inspiró en lo que para ella representaba el ideal de belleza masculina.
“Seguí mis principios y traté de lograr una estatua llena de vigor y firmeza humana. Al rostro le imprimí serenidad y entereza como para dar alguien que tiene la certidumbre de sus ideas; no lo vi como un angelito entre nubes, sino con los pies firmes en la tierra”, comentó Madera en una ocasión.
La imagen tiene 20 metros de altura, está compuesta por 67 piezas que llegaron a Cuba desde Italia, ante de cuya partida recibieron la bendición del Papa Pío XII. Es la única escultura en el mundo hecha de sólidas 300 toneladas de mármol blanco de Carrara. El legendario cardenal Arteaga la inaugura, muy a su pesar y no por el Cristo, obviamente, sino por las irreconciliables diferencias que lo apartaban del dictador y su gobierno.
La historia registra que la imagen, situada en el poblado de Casa Blanca, en el capitalino municipio de Regla, se emplazó en la colina de La Cabaña el 24 de diciembre, Nochebuena, de 1958. Tan solo quince días después de su inauguración, el 8 de enero de 1959, Fidel Castro entró en La Habana después de derrocar al gobierno de Fulgencio Batista.
La imagen fue por mucho tiempo abandonada. La conspiración contra lo que la figura representaba tomó forma en el descuido, la dejadez y la negligencia del Gobierno ateo, que muy pronto comenzó a perseguir a los creyentes, a la Iglesia Católica y a tratar, por todos sus medios, de erradicar la fe del corazón de los cubanos.
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Ubicada a 51 metros sobre el nivel del mar, casi ni se divisaba pues, a propósito, dejaron crecer matorrales que impedían su vista en perspectiva, a pesar de que, en condiciones normales, su altura permitía ser apreciada desde casi todos los puntos de la ciudad.
El Cristo de La Habana tampoco ha estado a salvo del embate de los fuertes temporales cubanos. De hecho, fue alcanzada por rayos en los años 1961, 1962 y 1986, hasta que, finalmente, colocaron una protección.
Con su imagen firme y serena, intacta e impertérrita, como sabiendo que su puesto está allí, se mantiene en su sitio el Cristo de La Habana desde hace más de 60 años, con una mano en el pecho y otra levantada en gesto de bendecir a los cubanos.