La afamada actriz cubana Eslinda Núñez tiene un motivo más para festejar en estos últimos días del año, y es que cumple 78 años de edad. Eslinda, hija de Celia y Ciro, nació en Santa Clara y vivió en Sagua la Grande entre los años 1950 y 1954. Durante su infancia creció un amor por la poesía y la pintura, incursionando en ambas manifestaciones, aunque luego se desarrolló profesionalmente en las artes escénicas.
Conoció a su compañero de toda la vida, y cineasta, Manuel Herrera cuando solo tenía 14 años, y fue tras su enlace que ambos se mudaron para la capital, pues Herrera fue contratado un año antes como asistente de dirección en el ICAIC.
Núñez se matriculó en la carrera de Literatura Hispánica en la Universidad de La Habana, pero comenzó a tomar clase en la academia dramática del Teatro Estudio siguiendo los consejos del propio Herrera, Saúl Yelín, Nelson Rodríguez y Humberto Solás. En la academia, estudió con Ernestina Linares y con los grandes Vicente y Raquel Revuelta, esta última con quien coprotagonizó la obra maestra Lucía en 1968. Pasó a manos del profesor Julio Matas, en Casa de las Américas al concluir con Teatro Estudio, y fue Our town, de Thornton Wilder la primera puesta en escena en la que participó.
El Teatro Musical de La Habana contó con su incorporación al elenco en 1962 como actriz, bailarina y cantante, bajo la dirección del reconocidísimo mexicano Alfonso Arau. Armand Gatti le da en el mismo año la oportunidad de debutar en el cine con la película cubano-francesa El otro Cristóbal.
Compagina, entonces, ambas plataformas actorales, destacándose por sus interpretaciones en obras de éxito como Los días de la guerra, Santa Camila de la Habana Vieja y La casa de Bernarda Alba, y protagonizando filmes que han quedado marcados en la historia cinematográfica cubana como Lucía, La primera carga al machete y Memorias del subdesarrollo.
Esa Lucía sensible y contradictoria, frágil pero tenaz, luchadora como pocas, es un retrato que el pueblo cubano no olvidará nunca. El cine la inmortalizó, la televisión la hizo más cercana y popular, el teatro lo lleva en la sangre; no son solo sus grandes dotes los que han hecho de su nombre una insignia de las artes escénicas del país, sino también el ser humano que yace entre luces y máscaras: su sencillez, su dulzura, su coraje, su arraigo; ella es todo virtudes y, aunque no lo fuera, Eslinda solo hay una.