La «guerra» oculta y desconocida por los famosos mosaicos de La Rampa habanera

Redacción

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La "guerra" oculta y desconocida por los famosos mosaicos de La Rampa habanera

Durante la época republicana, La Habana siempre se mantuvo como una ciudad de cuidado urbano ejemplar. Las áreas exteriores de la capital, en una época en que la arquitectura estaba en su apogeo, eran construidas y mantenidas con una meticulosa atención.

Era común observar equipos de trabajadores del ayuntamiento limpiando las esculturas del Parque Maceo y otros monumentos a lo largo de la costa durante las mañanas, para conservar el brillo de las estatuas de bronce que enfrentaban los efectos del salitre.

Se rumorea que una de las hijas del presidente Alfredo Zayas recorría La Habana en su automóvil pequeño para asegurarse de la correcta limpieza de las estatuas de bronce en plazas, parques y mausoleos de la ciudad, y tomar nota de las que no hubieran sido higienizadas adecuadamente para luego presentar sus quejas a su padre.

Después del mandato de Zayas, continuaron llevándose a cabo obras públicas y proyectos urbanísticos de alta calidad, junto con el diseño de pavimentos nuevos de estética refinada y durabilidad excepcional. Un ejemplo representativo de esto es el mosaico que adornaba las aceras de la calle San Rafael. Conocida anteriormente como «Calle de los Amigos», «Del Presidio», «De Monserrate» (debido a que en ese tiempo concluía en la desaparecida puerta con ese nombre) y después «General Carrillo», recuperó su nombre más conocido debido a los esfuerzos persistentes de Emilio Roig de Leuchsenring.

El renombrado historiador presentó un fuerte argumento en la Cámara de Representantes para que la calle recuperara su nombre original. En ese período, la calle era uno de los ejes comerciales más importantes de la ciudad y, por lo tanto, una de las más concurridas de todo el país; eran innumerables las personas que caminaban por sus aceras a diario.

Esas aceras, extensos paneles de granito blanco decorados con dos elegantes franjas de granito verde, otorgaban distinción y esplendor al paseo comercial. Su diseño único las convirtió en el símbolo característico de la calle, y así quedaron grabadas en la memoria de los habaneros de esa época y en la de aquellos que admiraron sus restos años después.

En el verano de 1958, el Ministerio de Obras Públicas lanzó un concurso para el diseño de mosaicos en diez calles habaneras adicionales; sin embargo, unos meses después ocurrió un incidente que frustró el sueño de tener una ciudad con aceras de mosaicos de granito.

Años más tarde, se ordenó la destrucción de las hermosas aceras de San Rafael con el propósito de peatonalizar la calle y transformarla en lo que es actualmente, un boulevard poco atractivo. Exagerarían si se habla de las «excelencias» de la arquitectura cubana en los primeros años de la Revolución. Esa afirmación nunca fue cierta, ya que gran parte de lo que se construyó en los primeros cinco años de la década de 1960 ya estaba en proceso bajo el gobierno de Batista, o eran proyectos llevados a cabo por arquitectos cubanos graduados, capacitados y reconocidos en la época republicana.

Y, por supuesto, aquellos que construyeron, decoraron, pintaron, forjaron y trabajaron en los detalles de esos edificios que hoy son emblemáticos, eran trabajadores, artesanos y artistas en el campo de las artes visuales que habían adquirido experiencia profesional antes de la llegada de Castro.

En medio de aquel caos, los inversores cubanos dependían de los materiales de construcción de alta calidad producidos en el país, respaldados por una sólida industria de materias primas. Y lo que no se producía internamente se importaba, llenando lugares como Colón de mármol de Carrara y las majestuosas mansiones de El Vedado con maderas preciosas de lugares lejanos.

La arquitectura cubana comenzó a decaer debido a los presupuestos escasos del gobierno revolucionario, los proyectos uniformes y de baja calidad, los materiales deficientes y las ejecuciones desastrosas. Además, el grupo de profesionales que había erigido estructuras icónicas como el Hotel Hilton, el Radiocentro o las residencias en el Country Club abandonaron sus cargos para unirse al gobierno o emigraron a otros países poco después de 1959, llevándose consigo su talento y los secretos del oficio.

Del mismo modo, los talleres especializados en yeso con años de experiencia cerraron, las ebanisterías desaparecieron, y las herrerías y carpinterías que habían construido las puertas, rejas y ventanas de la mayoría de los edificios de la ciudad se esfumaron, junto con los artesanos que trabajaban con hierro y piedra.

Así llegó el fin de la era dorada de la arquitectura cubana a principios de la década de 1960, que solo representó el último suspiro de la majestuosa arquitectura moderna republicana que hasta entonces había sido un referente en todo el continente. Fue sepultada por el Plan Girón, las E-14, Alamar y otros.

Justo cuando la época dorada del urbanismo nacional llegaba a su fin y el buen gusto y la elegancia estaban desapareciendo mientras florecía la mediocridad, llegó el verano de 1963.

Por primera vez en muchos años, se retomó la elegante idea de los mosaicos decorativos, esta vez en el espacio público de La Rampa.

Nos llega visita de fuera

Castro descartó la agenda institucional de Batista, dejando a un lado todos los planes trazados por el grupo gubernamental del General antes de su toma de poder, incluyendo proyectos de obras públicas y eventos internacionales. Sin embargo, Castro decidió mantener y respaldar dos de estos planes entre los años 1963 y 1964, ya que eran fundamentales para sus objetivos.

El primero de estos planes fue el VII Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos (UIA), que por primera vez se celebraría en América, específicamente en La Habana. Este congreso se centraría en discutir sobre la Arquitectura en los Países en Desarrollo, y estaría precedido por el Primer Encuentro Internacional de Profesores y Estudiantes. El evento convocaría a más de 2200 arquitectos, observadores y estudiantes de ochenta países, todos reunidos en la ciudad.

Además, desde antes de 1959, ya se había determinado que el XXIX Congreso Mundial de Arquitectos de 1964 tendría lugar en la isla. Este congreso se consideraba como la reunión más relevante de arquitectos a nivel mundial, lo cual resultaba beneficioso para Castro al utilizarlo como plataforma para su proyecto político. También creía que esto acercaría al país a la vanguardia de la tecnología global, allanando el camino para futuras inversiones en el ámbito de la construcción. Sin embargo, había un pequeño obstáculo en su camino: La Habana recibiría visitantes, pero estaba en estado de descomposición.

Mosaicos de lujo para la decadencia

En octubre de 1959, unos años atrás, la capital fue sede del Congreso Mundial de Agentes de Viaje. En ese contexto, y debido a la llegada de delegaciones extranjeras, Fidel Castro decidió darle un lavado de imagen a El Vedado.

Sin embargo, este congreso pasó desapercibido en medio de los acontecimientos que marcaron esa época. La detención de Huber Matos, la desaparición de Camilo Cienfuegos y las tensiones de la Guerra Fría opacaron el evento. A raíz de este congreso, surgió el Parque del ASTA en el espacio delimitado por las calles 23, L, 21 y K, un remiendo en el terreno que antes ocupaba el Hospital Reina Mercedes y que estuvo a punto de albergar el hotel más grande y alto de Cuba en 1958, un proyecto que quedó frustrado debido al régimen castrista.

Inicialmente conocido como el «Parque del INIT» (por el organismo recién fundado), una vez concluido el congreso, en pocos meses sus instalaciones se transformaron en el cabaret Nocturnal, un espacio dirigido a los noctámbulos y amantes del cabaret.

En una jornada posterior, coincidiendo con el inicio de la Conferencia Tricontinental en el renombrado Habana Libre, Castro observó desde el balcón de su suite, que brindaba una vista de las cubiertas circulares del Nocturnal. Fue entonces cuando decidió cerrar este «cabaret asociado al vicio», con el propósito de transformar el lugar en uno más saludable y apto para la familia en uno de los terrenos más valiosos del país.

Este concepto tomaría forma en 1966 con la icónica Coppelia. Sin embargo, dos años antes, en 1964, la organización del XXIX Congreso Mundial de Arquitectos se convirtió en un verdadero quebradero de cabeza para el Comandante.

Con el objetivo de mostrar una imagen más digna de La Habana, Fidel convocó al gremio de artistas y constructores y exigió nuevas ideas para revitalizar la naciente Rampa. Fue así como surgió el Pabellón Cuba, una estructura que se erigió en tan solo 75 días en la esquina de 23 y N.

La guerra de los mosaicos

La literatura cultural del régimen castrista ha eliminado de sus registros y, en consecuencia, de la memoria de todos los cubanos, la feroz batalla que se libró en segundo plano entre muchos de los artistas plásticos vinculados al gobierno comunista.

Los artistas plásticos que no compartían las ideas de Castro o no eran afines al «proceso» fueron ignorados por completo. En este contexto, destacaba la figura de Doña Edith García Buchaca, quien lideraba el Consejo Nacional de Cultura y portaba consigo su «Teoría de la Superestructura», eliminando cualquier obra de arte que no fuera considerada «totalmente comunista» y sumiendo en la pobreza a sus creadores.

Aunque en general todos los artistas de la época deseaban que una de sus obras quedara inmortalizada en las aceras de La Rampa, varios de aquellos que fueron requeridos para ello se negaron a participar en ese juego de egos y a aparecer en la foto.

Se cuenta que Cundo Bermúdez hizo todo lo posible para que Roberto Diago, un artista negro estigmatizado y finalmente frustrado, no fuera incluido en el proyecto.

Ya desde la exposición conjunta de pintores cubanos que llevó a Nueva York en los años 40 el curador y crítico de arte José Gómez Sicre, Bermúdez había vetado a Diago, logrando que su nombre no figurara en esa muestra de gran importancia que introdujo por primera vez la pintura cubana contemporánea en el mercado artístico estadounidense.

Artistas como Rufino Tamayo, José Luis Cuevas y Jacobo Borges fueron rechazados y costó trabajo incluir la obra de Antonia Eiriz, hoy en día casi olvidada y considerada una gran tragedia en la pintura nacional. Con el tiempo, se vería forzada a dejar de pintar como respuesta a las críticas del gobierno hacia su trabajo, que Castro limitaba al ámbito de la revolución.

Se le negó también –aunque de manera no oficial– un espacio «post mortem» en La Rampa al maestro Carlos Enrique, quien había fallecido en 1957, y Antonio Vidal ocupó el lugar que probablemente le habría correspondido a Mario Carreño.

Finalmente, se prescindió de figuras de la talla de Domingo Ravanet, Abela y Arche, y también se dejaron fuera del proyecto los mosaicos de Gattorno y Víctor Manuel en favor de Guido Llinás y Hugo Consuegra.

El proyecto finalmente quedó configurado de la siguiente manera: quince diseños de artistas plásticos, entre ellos Amelia Peláez, Wifredo Lam, René Portocarrero, Luis Martínez Pedro, Raúl Martínez, Salvador Corratgé, Antonio Vidal, Sandu Darié, Mariano Rodríguez, Cundo Bermúdez, Hugo Consuegra, Antonia Eiriz, Guido Llinás y el arquitecto Antonio Quintana.

Los mosaicos serían distribuidos aleatoriamente en las aceras de La Rampa, desde la Calle J hasta Infanta, y se fabricarían utilizando granito integral en los talleres de Ornacen S.A. ubicados en el Km 7 de Rancho Boyeros. Esta empresa era experta en pavimentos integrales y ya había creado mosaicos destacados para hospitales y residencias privadas antes de 1959.

Las artesanías especializadas, como la elaboración de pavimentos decorativos integrales y el trabajo en granito coloreado, prácticamente habían desaparecido de Cuba después de la década de los 40, cuando también declinaba el Art Decó –un estilo que solía incorporar estos mosaicos en sus ornamentos– para dar paso a la arquitectura racionalista de los años 50.

Ornacen S.A sobrevivió los primeros diez años de la revolución gracias a estos proyectos «especiales» para el régimen comunista, y continuó durante algunos años más produciendo piezas para la restauración de edificios y revestimientos decorativos para construcciones nuevas. Ellos fueron los artífices del mural de Sandú Darié que hoy adorna la fachada del Hotel Riviera.

Los mosaicos de La Rampa fueron creados a partir de una mezcla de cemento coloreado con gravilla fina de mármol triturado y polvo de mármol, cuidadosamente pulida después. En su creación, se utilizaron láminas muy delgadas de bronce para delinear las figuras o motivos geométricos de cada composición, una técnica que proporciona resistencia y prolonga la vida útil de la pieza.

Con La Rampa luciendo espléndida, Fidel abrió las puertas a sus invitados «de fuera».

Nací en esos días, así que no pude experimentar el momento, pero debió ser una curiosa combinación de arquitectura y carnaval, según testimonios de dos de mis profesores que luego fueron interrogados sobre el tema. El renombrado arquitecto Mario Coyula, ya fallecido, quien fue mi profesor en varias ocasiones a lo largo de mi carrera, hablaba sobre aquel congreso diciendo que «miles de delegados confundidos con el público abarrotaron La Rampa tras las comparsas. Para muchos, el recuerdo de ese congreso en La Habana sería inolvidable».

Otra figura respetada en la arquitectura cubana, el arquitecto italiano «cubanizado», Roberto Segre, quien también fue uno de mis maestros, dijo que «las experiencias culturales en La Rampa dejaron una imagen duradera y otra efímera: la primera, la remodelación de las amplias aceras adornadas con paneles pictóricos de los artistas plásticos más prestigiosos del país; y la segunda, en la fiesta de clausura del evento, el desfile de las exuberantes mulatas de la comparsa del Ministerio de la Construcción, que sacudió las pocas fibras aún dormidas de los arquitectos presentes».

Hoy en día podría parecer desconcertante, pero en ese entonces resultaba completamente normal en Cuba que un Congreso Internacional tecnológico se desbordara por la Calle 23, seguido por figuras como Quintana, Salinas, Gottardi o Babé, quienes también se sumaban al desenfreno de la rumba.

La suerte de José Miguel Pérez y el atrevimiento de García Rebustillos

En octubre de 2003, Cuba conmemoró el 40 aniversario de aquel Congreso de la UIA en La Habana. Para este propósito, se lanzó un concurso con el fin de elegir 15 nuevas obras de arte, cuyas réplicas en granito se instalarían en las renovadas aceras de La Rampa.

Sin embargo, de las 15 mosaicos seleccionados, solo se logró completar uno, el menos técnicamente complicado, en el Parque Don Quijote de la esquina de 23 y J. Este llevaba el título «Guitarra» y era obra de José Miguel Pérez Hernández, un modesto pintor desconocido. De manera casual y por una razón material paupérrima, Pérez Hernández se unió al grupo de los 15 grandes, compartiendo espacio con nombres como Amelia y Lam.

Hoy en día, la mayoría de los mosaicos en las aceras de La Rampa presentan un lamentable estado de conservación, o más bien de no conservación. Muchos están rotos, algunos han desaparecido en pedazos, otros han sufrido daños debido a remodelaciones descuidadas, cambios en las tuberías o la apertura de nuevas instalaciones eléctricas en las aceras.

Solo unos pocos sobreviven, enterrados bajo la suciedad y el polvo de los años, y están gravemente deteriorados por los elementos y la falta de mantenimiento. Me cuentan que los que aún se encuentran frente a la parada de Coppelia, en la intersección de 23 y K, han sido maltratados sin consideración por las máquinas utilizadas en las recientes obras realizadas en esa zona.

El Paseo de las 15 Estrellas ha casi desaparecido debido a la indiferencia y el abandono institucional de 60 años. No obstante, incluso en su estado fragmentario, los mosaicos de La Rampa todavía tienen un significado para aquellos que comprenden su importancia.

Es cierto que muchos cubanos que no superan los 30 años, e incluso algunos más mayores, ni siquiera saben qué son esas losas rotas con dibujos sobre las que han caminado toda su vida. Sin embargo, en los círculos artísticos e intelectuales, estas antiguas piezas de granito coloreado aún se valoran. Incluso se llega a hacer locuras por emularlas.

José Manuel García Rebustillos: Autoelegido para brillar.

Cuenta la historia que un día, de manera repentina, apareció en la intersección de 23 y P un trozo de cemento que exhibía el rostro de una habanera, obra del artista cubano José Manuel García Rebustillos.

José Manuel, en la actualidad un artista independiente en Cuba, había sido restaurador en el Museo Nacional de Bellas Artes y en el Museo Nacional de Artes Decorativas hasta 2009. Se ha labrado cierta reputación con sus «habaneras», figuras femeninas que ha llevado al extremo al pintarlas con oro de ley sobre diversos materiales y formatos. García Rebustillos ha encontrado un lugar en el mercado del arte cubano en la isla y ha logrado hacer rentable su negocio. Hasta aquí, todo bien.

No obstante, su trabajo es más comercial que artístico. Es innegable que sus habaneras quedan un tanto deslucidas cuando se comparan inevitablemente con las clásicas creaciones de Portocarrero o Servando. Y sí, inevitable porque busca situar sus obras junto a las de estos grandes maestros.

Este episodio se trata de un dibujo creado sin la debida autorización por un «creador» que busca legitimarse y satisfacer su ego al colocar una «obra» junto a piezas realizadas por los grandes artistas de nuestro país. ¿Puede cualquier artista simplemente fundir un trozo de cemento y dibujar en La Rampa solo para que su obra forme parte de esta galería al aire libre?

No se convierte uno en artista únicamente porque pueda dibujar a una mujer con flores en oro de ley.

Con rigurosidad, Rebustillos debe esperar su turno en una larga lista de pintores cubanos, vivos o fallecidos, que merecen una presencia en La Rampa antes que él. Sin resentimientos, simplemente es una realidad. A pesar de que su estilo no se perciba como arte a simple vista, es innegable que es un buen dibujante; sin embargo, sus figuras femeninas elegantes y limpias no son más que dibujos bien realizados. No logran emocionar ni sugerir, no generan ni una fracción del efecto que podría lograr un solo trazo de Tomás Sánchez o una sombra evocadora de Fidelio Ponce.

Pintar va más allá de dibujar, y quizás la obra de García Rebustillos está a la espera de dar el salto de un arte al otro.

Lam no coló su «Jungla» en el MoMA, ni Servando profanó el Museo de Bellas Artes al colocar su «Homenaje a la Soledad» en una de sus salas. No se puede introducir a la fuerza y sin permiso, de manera subrepticia, como quien se cuela en una fila delante de una anciana, una obra personal en una «galería» que surgió de un proyecto curatorial y urbanístico gestado hace medio siglo, y al que Rebustillos no fue invitado.

El mosaico de la habanera sigue en el mismo lugar, visible para todos, desde hace cinco años. Nadie denunció el acto antes de Rodríguez Calviño, ni después, lo que demuestra claramente la apatía con la que los cubanos de la isla se mueven por sus calles.

Quizás sería una buena idea, ahora que se está volviendo a hablar de este tema, recuperar lo poco que queda de estas obras y retomar la costumbre de dejar una huella en granito de la obra de los tantos pintores cubanos, vivos y fallecidos, que lo merecen. Aún queda mucho espacio en la acera de la calle 23 y decenas de nombres esperando.

Tal vez entonces, Rebustillos pueda encontrar un lugar para sus habaneras, incluso si es cerca de Miramar.

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