Roberto Batista recuerda que iba caminando por la Segunda Avenida de camino a casa, pero no sabe si venía de la tintorería, de la farmacia o de tomarse un helado de chocolate cuando le vino a la cabeza el comienzo de sus memorias. “Nací en Manhattan, de madrugada, hijo de Fulgencio Batista Zaldívar, el político cubano, y de Martha Fernández Miranda, cubana, hija de gallegos por parte de padre y madre, rodeado de mucho amor y gran expectativa”. Sí, casi diría que venía de tomarse un helado de chocolate, porque siempre ha sido su vicio.
Era una tarde de junio de 2017 e iba cavilando Roberto Batista por una acera neoyorquina, entre neoyorquinos y turistas que no sabían quién era él ni quizá tampoco su padre, más allá de que probablemente tampoco les interesase saberlo.
Los centennials hablan | Reportaje | El País Semanal
Ya había pasado más de medio siglo del trauma del derrocamiento de su padre por los insurgentes de Fidel Castro. Ese trauma al que, de una vez, iba a enfrentarse a solas y por escrito después de que muchos cubanos lo animaran a contar sus vivencias y él respondiera siempre “¿y yo qué voy a contar?”.
En realidad no era que no tuviese cosas que contar, sino que tardó décadas en superar su perturbación. “Yo si oía acento cubano por la calle me echaba a temblar”, dice, una tarde de la primavera de 2021, en el hall de un hotel de Madrid al que le gusta ir a desayunar y a leer la prensa. Durante la pandemia se jubiló en Estados Unidos, donde trabajaba en Nueva York de asistente legal, y a sus 73 años se ha mudado a España, donde nacieron y viven sus dos hijos y su nieto.
Inequívocamente cubano, se parece a su padre en la nariz fina y picuda, en los pómulos marcados, en la boca de línea larga. Es más alto y delgado, de tez morena más clara que el dictador –hijo de campesinos, ella indígena y él mulato–. Su presencia es templada, casi tímida, no rotunda y expansiva como la del general, conocido en su día como El Hombre.
Roberto Batista ha escrito Hijo de Batista (editorial Verbum), un libro en el que expone el sufrimiento íntimo que le causó su drama familiar y trata de matizar la figura de su padre como un sátrapa cruel, retratando su personalidad en el ámbito doméstico y comentando su trayectoria política.
En la portada aparecen los dos jugando al shuffleboard, uno de esos deportes chorras que inventaron los aristócratas ingleses, en su residencia de La Habana en otoño de 1958, semanas antes de la caída de la dictadura batistiana. En el libro describe aquella finca rodeada de vegetación tropical, el resplandor del sol y las zambullidas en la piscina, los boleros y los chá chá chás, “las plantas mecidas por una brisa ligera”. Él tenía 11 años y sonreía. No sabía lo crudas que estaban las cosas. Su padre, que también sonreía, lo sabía perfectamente y ya barruntaba qué hacer con sus hijos si perdía el poder que defendía con puño de hierro.
Batista perdió el poder el 31 de diciembre de 1958. Un día antes, mandó a Roberto a Nueva York con su hermano Carlos Manuel, dos años menor. Les dijeron: “Vais de vacaciones”.
Ellos salieron ilusionados con la idea de unas luminosas y tópicas navidades neoyorquinas, jingle bells jingle bells jingle all the way, pero al llegar al aeropuerto Idlewild los recibió con hostilidad un grupo de simpatizantes de los rebeldes.
“Eran palabras demasiado ofensivas para unos niños pequeños”, recuerda sentado en una butaca del hotel. Todos esos gritos, y luego la impresión del barullo de reporteros y los flashes encima de ellos – “aquellos minutos interminables”– lo dejaron trastocado, no durante unos días sino para siempre.
“Perdí toda confianza en mí mismo”, relata en sus memorias; “el normal desarrollo de mi adolescencia tropezó, cayó y se diluyó. Siento pánico ante cualquier situación por poco compleja que se antoje, como son los retos informáticos y tecnológicos si no encuentro respuesta inmediata. Me desmorono ante estas situaciones. Tal tropelía ha supuesto horas de tratamiento psiquiátrico para tratar de paliar el remolino vertiginoso resultado de tan macabra noche”. Sus confidencias sobre sus primeros años de exilio son de una franqueza llamativa, como cuando cuenta que su primer intento por perder la virginidad fue fallido y que esto le generó un “imbroglio” sexual que lo persiguió durante muchos años.
Roberto Batista nunca pensó que llegaría a ser capaz de contar su vida. Durante décadas, su bloqueo psicológico fue un muro.
–Me decían la palabra Cuba y yo no podía ni hablar.
–¿Cómo? ¿Qué hacía?
– Me quedaba pasmado. Balbuceaba.
Cuando su padre vivía exiliado en Estoril (Portugal), estudió Derecho en la Complutense de Madrid, y como en aquella época un montón de estudiantes estaban enamorados de la revolución cubana, su única preocupación –su obsesión– era pasar totalmente inadvertido. Además, si alguien le hubiera echado en cara lo de su padre ni siquiera habría sabido dar un argumento en su defensa, porque por entonces nunca había querido leer nada sobre Cuba, ni de los tiempos de Batista ni de lo que vino después. El asunto lo angustiaba tanto que hubo un curso en el que le tocaba Derecho Constitucional y, por si acaso se mencionaba el golpe de Estado que dio su padre en 1952, no apareció ni un solo día por la facultad. En otra ocasión, para no coincidir con un catedrático con fama de marxista, se matriculó en el grupo del profesor adjunto. Producto de su paranoia, el joven sentía que sus compañeros cuchicheaban a su paso, ey, ey, ahí va, miradlo, es el hijo de Batista.
Ahí va el hijo del dictador.
Fulgencio Batista murió de un infarto en 1973 mientras estaba de veraneo en Marbella. Tenía 72 años. Su hijo Roberto tenía 26. Por la noche lo velaron allí. Al día siguiente fue enterrado en Madrid en el cementerio de San Isidro.
Su padre decidió ser enterrado aquí porque ya estaban su hijo Carlos Manuel y la abuela. El panteón es sobrio, de granito. “No era un hombre de mucho boato”, dice Roberto. Añade que tenía “una buena propiedad en Portugal”, un piso en alquiler en Madrid donde paraba cuando iba de visita y, también, que no poseía una residencia en Marbella, “como se ha dicho”, sino que cada verano alquilaba “el mismo bungaló”. Hace hincapié en estos detalles porque uno de los elementos centrales de la “leyenda negra”, dice, de su padre es que acumuló una fortuna fabulosa cuando tuvo el poder por medio de la corrupción y de vínculos con la mafia. Él objeta que Batista fue desde joven “un emprendedor nato”, que tuvo negocios lícitos mientras estuvo en Cuba, “inmobiliarios y en la industria del azúcar”, y que gracias a eso pudo mantener con comodidad en el exilio a su extensa familia y dejar una herencia a partes iguales a cada uno de los ocho hijos que le sobrevivieron, tres de su primera esposa, cinco de la segunda y otra de una relación extramatrimonial, Carmelita, que fue noticia hace unos años porque se arruinó y vivía sin hogar.
–¿Cuánto heredó cada uno?
–No se lo puedo decir por respeto a la privacidad de mis hermanos.
–¿Lo suficiente para el resto de sus vidas?
–No. Ni de broma.
–¿De verdad?
–De verdad.
Cuenta que su padre le pagó un millón de dólares a Trujillo para que lo dejase salir de la República Dominicana, primera parada de su exilio. Batista llegó allí el 1 de enero de 1959 y, según Roberto, riñeron porque se negó a participar en un plan del dictador dominicano para invadir Cuba. De acuerdo con su versión de los hechos, Trujillo lo arrestó y no lo liberó hasta que cobró. “Si no, lo hubiera fusilado”, afirma. Un tío de Roberto le entregó el dinero en un maletín a unos emisarios de Rafael Leónidas Trujillo en un hotel de Miami y Batista pudo volar a Portugal. Allí lo acogió el dictador Salazar cuando nadie le abría las puertas, incluido Estados Unidos, que ayudó a sostener su férrea dictadura hasta que se desentendió en su ocaso y que, tras su caída, siempre le denegaría la visa para entrar a su territorio.
–Un millón de dólares no era cualquier cosa.
–Sí… –se queda pensativo–. Era bastante dinero para la época, ¿no? –Vuelve a detenerse. Duda–: No sé si debería haberlo dicho. No sé qué va a pensar la gente. Pero bueno, esto ya lo había contado hace tiempo mi tío, excepto la cifra, y además lo que quiero es decirlo todo tal cual fue, con la verdad por delante. Yo no puedo decir si mi padre tuvo o no algún negocio ilícito, pero no hay ninguna prueba de que lo tuviera, como tampoco hay pruebas de que estuviese ligado a la mafia. Lo único que yo puedo atestiguar es que en el seno del hogar parecía una persona sumamente honrada y apegada a sus principios cristianos.
¿Hasta qué punto llegó el nexo de Batista con el hampa estadounidense? Según el historiador Frank Argote-Freyre, autor de Batista: From Revolutionary to Strongman, la mafia tuvo casinos en La Habana en los cincuenta y pagaba sobornos a las autoridades –”incluyendo a Batista”– dentro de un sistema de corrupción institucionalizada, pero su nivel de influencia, matiza, ha sido exagerado por la combinación de los relatos hollywoodescos con la propaganda revolucionaria contra el régimen batistiano: “Ellos no controlaban Cuba […]. Batista no se veía con ellos para consultar ninguna decisión política o de otra índole. Fueron jugadores de segunda fila en una ecuación política más compleja”; ecuación en la que, según señala el investigador, los auténticos factores de influencia fueron la Administración y las corporaciones de Estados Unidos.
Roberto Batista renunció a la nacionalidad estadounidense en 1966 para no tener que arriesgar su vida en Vietnam. Fue apátrida hasta 1975, cuando tramitó la nacionalidad cubana en el consulado de Cuba en Madrid. Resulta chocante imaginarse a un hijo de Batista haciendo ese papeleo con funcionarios del régimen que lo tumbó.
En 1985 consiguió también la nacionalidad española. Fue votante del PSOE de Felipe González. Aunque ahora no le guste el PSOE por su coalición con Podemos, y opte por el PP, no se identifica con el centroderecha sino con la socialdemocracia. En tiempos de Bush hijo vivía en Estados Unidos. Le indignó tanto la guerra de Irak que no solicitó de nuevo la ciudadanía estadounidense hasta que Bush fue sucedido por Obama.
Ya retirado, su plan es quedarse a vivir en Madrid con su familia. Desde que salió en las navidades del 58 no ha vuelto a pisar su país y quisiera hacerlo si hubiera un cambio político. No es optimista, pero no pierde la esperanza. “Los cubanos están empezando a reclamar sus derechos con fuerza. Quizá un día el ejército se una al pueblo y se derroque a este régimen nefasto”, dice.