La mayoría de los cubanos que se lanzan a cruzar la peligrosa selva del Darién, entre Panamá y Colombia, rumbo a Estados Unidos, lo hacen motivados por la necesidad de darles un futuro mejor a los suyos.
Están advertidos por quienes les precedieron de que es el paso más duro de la ruta migratoria americana y saben que se enfrentan a la naturaleza y a criminales, pero la necesidad de una vida mejor es mayor al riesgo que supone para cientos de los nacidos en la mayor de las Antillas a internarse en la selva que marca la frontera colombo-panameña.
«Te lo advierten desde Estados Unidos: ‘no lo hagas, es terrible’. Pero la necesidad está y entonces piensas, si él lo ha hecho, ¿por qué no voy a poder hacerlo yo? Pero de verdad, no lo hagan, es terrible», dice Juan, un cubano de 49 años, que acaba de cruzar el Darién.
Salió de Capurganá, el último pueblo colombiano en la frontera con Panamá, con otras 20 personas, andando 15 horas al día en el barro y enfrentándose a una selva densa, con altas montañas, precipicios, barrancos y ríos que crecen de golpe y engullen a los caminantes.
Juan (nombre ficticio para proteger su identidad, como el del resto de migrantes de este relato) llegó a Bajo Chiquito, al otro lado de la selva ya en territorio panameño, «hambriento, sediento, con los pies destrozados y la piel comida por insectos», según relatan miembros de Médicos Sin Fronteras (MSF) que le atendieron.
Este hombre salió de Cuba hace tres años para buscarse la vida en Brasil y Uruguay, y ahora, ante la necesidad económica, decidió enfrentar una ruta a la que se han arriesgado decenas de miles de personas, sobre todo haitianos, para recorrer toda Suramérica y Centroamérica rumbo a Estados Unidos y Canadá.
La pandemia, las mafias y la dejadez del Estado han puesto a la frontera colombo-panameña ante una de las mayores crisis de una zona donde el contrabando, el narcotráfico y el tráfico de personas está a la orden del día.
Los cubanos atravesaban desde Perú o Brasil toda Colombia en autobuses hasta Necoclí, en el golfo del Urabá caribeño, y de ahí cruzaban en barco a Capurganá provistos de salvoconductos que les daban las autoridades colombianas para poder estar de forma regular en el país.
Con la pandemia se dejaron de emitir salvoconductos y se produjeron cierres de fronteras, lo que ha provocado un cuello de botella que expone a los migrantes a viajes más caros y peligrosos y donde las mafias acaban ganando.
Pensamos que cruzar el Darién serían cuatro días. Fueron once. Te quedas sin fuerzas, no puedes avanzar, ves cómo los ríos se llevan niños, familias, mucha gente muere», contó Juan.
El número de familias completas, con niños, bebés y mujeres embarazadas, se ha disparado en los últimos cinco años, cargando pesadas mochilas a las espaldas, sin nada que comer.
Panamá y Colombia acordaron el viernes pasado crear un paso «seguro», «humanitario» y progresivo de los migrantes, preferiblemente por el mar, aunque aún se desconoce cómo será el procedimiento.
En el lado panameño, decenas de organizaciones brindan atención a quien consigue pasar el Tapón del Darién, pero en el colombiano la influencia de grupos narcotraficantes lleva a las autoridades a reconocer que no pueden tener presencia constante.
Los testimonios de asaltos en el camino, de violaciones repetidas a mujeres, amenazas e incluso asesinatos son constantes, y fuentes de la zona denuncian que ante la llegada de más migrantes, han notado la presencia de personas ajenas y nuevos grupos criminales.