Según el último censo, aproximadamente el 0,1 por ciento de la población cubana vive como deambulantes.
Vestidos con ropas ajadas y mayormente sucias, con la expresión de la inopia en el rostro, la mano extendida esperando la ayuda del bolsillo ajeno, suele verse a los deambulantes.
Suelen estar en las calles más transitadas y, sobre todo, con potencial turístico.
A partir de la crisis de los años 90 disminuyó la capacidad adquisitiva del dinero, y la retribución por el trabajo, en no pocos casos, se volvió prácticamente una cifra simbólica. La crisis de esta década en Cuba, conocida como Período Especial, produjo un ensanchamiento de las desigualdades socioeconómicas.
El último censo de población y vivienda arrojó que en nuestro país viven en condiciones de deambulantes 1 108 personas. Y aunque no es una cifra para nada alarmante, tampoco se puede despreciar. La inmensa mayoría, o probablemente la totalidad de ellos, vive de la caridad de otros.
Desde hace varios meses, cada día recorre la capital cubana una guagua que los identifica y traslada hacia el Centro para el deambulante, ubicado en Las Guásimas. El ingreso a este centro es totalmente voluntario. Nadie puede ser forzado a permanecer allí, así que algunos rechazan esta alternativa para conservar «la libertad» de estar en las calles.
En estos momentos conviven allí aproximadamente 170 personas, quienes no tienen la edad para ingresar a asilos de ancianos. Algunos han vivido ahí durante años; otros, incluso, han sido empleados por la misma institución y reciben un salario por laborar como jardineros, personal de mantenimiento u otras tareas, de acuerdo con sus capacidades.
Son acogidos por el centro quienes no tienen trastornos mentales, además de aquellos que no tienen derechos legales sobre viviendas.
Pero la estancia en este albergue requiere cumplir una disciplina, un horario. Deben convivir a tiempo completo. No es un lugar solo para pernoctar.
Historias de la calle contadas en primera persona
«Toda la vida trabajé en la industria básica. Exactamente 41 años. Me jubilé a finales de los 90 y recibí solamente 186 pesos mensuales de pensión. Después, con los aumentos, he llegado hasta los 270 pesos. El costo de la vida es muy superior a lo que cobro cada mes. Vivo solo. Mi esposa falleció y no tuvimos hijos. Debo “alargar” la pensión todo el mes, pero cuando envejeces tienes más gastos: los medicamentos, las dietas que mandan los médicos de frutas, vegetales, proteínas. Me da vergüenza mendigar, mucha, pero con la pensión solamente es muy difícil vivir. Nunca duermo en parques, ni aceras. Regreso cada noche a casa». (René, 80 años)
«Estudié en Alemania, allí me casé y tuve dos hijos, pero también comencé a consumir drogas y alcohol. Cometí muchos errores, hasta que me deportaron. Mis hijos a veces me mandaban algún dinero, dinero que yo cogía para beber. Ellos se cansaron de mis vicios y nunca más se interesaron en mí. No los culpo. Mira en lo que me he convertido. Ahora vivo de las limosnas que me da la gente, no tengo casa. He recibido asistencia social. Han intentado muchas veces desintoxicarme y llevarme a un albergue, pero no quiero, ni me pueden obligar». (Cheo, 58 años)