Nathaniel Adams Cole, más conocido como Nat “King” Cole (1919-1965), llegó a esta capital en febrero de 1956 contratado por ‘Tropicana’, hecho atribuido a la iniciativa del coreógrafo Roderico Neyra, “el Mago Rodney”, y al poder de Martín Fox, quien no era exactamente un hombre de cultura, pero sí un empresario pragmático que se dejaba asesorar no solo por sus especialistas y técnicos del show, sino también por la mujer con la que se había casado en 1952, Ofelia Suárez, más conocida como Ofelia Fox (1923-2006), graduada de la Havana Business Academy, profesora de inglés, poetisa y “primera dama de Tropicana” hasta su salida de Cuba, en 1960, para radicarse junto a su esposo en los Estados Unidos.
Para entonces el Rey era un artista bien establecido, uno de los principales crooners del momento, junto a Frank Sinatra y Tony Benett, además de un excepcional pianista de jazz. Tenía en su haber probados éxitos en las listas como “Mona Lisa” (1950, tres millones de copias vendidas), “Unforgettable” (1951) y “Our Love is Here to Stay” (1955), muchos retomados por su hija Natalie en su disco Unforgettable with Love, de 1991. Llegó en un DC6 Super Constelation de Cubana de Aviación procedente de Miami, en el llamado “Cabaret en el cielo”, junto al administrador de Tropicana, Alberto Ardura, varios músicos cubanos y la bailarina Ana Gloria Varona, quien durante el vuelo le hizo entonar “El manisero”, muy conocida en los Estados Unidos desde la década del 30 y disparadora del rumba craze. Cole salió a la pista de Rancho Boyeros vistiendo una guayabera y con un par de maracas en las manos. “Para parecer un cubano”, dijo, gesto de empatía que sin embargo denota a las claras la decodificación de Cuba al otro lado del Estrecho, de una impresionante fijeza hasta el día de hoy.
El cantante se presentaría durante dos semanas en el show “Fantasía Mexicana”, otra de las fastuosas producciones de Rodney con sombreros de plumas en forma de abanico, vestuarios importados de México por un valor de más de 12 mil pesos y las clásicas modelos, “las diosas de la carne”, todas de leche o café con leche, ninguna de ébano. Y con las actuaciones de Columba Domínguez (1929-2014) —la actriz mexicana favorita de El Indio Fernández, protagonista de Pueblerina (1948)—, las D´Aida y la pareja de baile Ana Gloria y Rolando.
Cantó 16 canciones. Cuarenta minutos en escena. Testimonios consultados para esta breve investigación aseguran enfáticamente que las audiencias cayeron en shock, mesmerizadas por su voz, su presencia escénica y sus habilidades musicales. “Nadie amó los shows de Tropicana más que yo”, escribiría Ofelia Fox en Tropicana Nights. “Pero después de oír cantar a Nat ´King´ Cole, no quería oír nada más”. Lo acompañaban no solo una orquesta de primerísima línea dirigida por el maestro Armando Romeu, sino también varios violines de la Sinfónica Nacional. Un mito viviente en directo. Y un verdadero gol de oro para los ejecutivos del cabaret, que dieron el clásico palo y opacaron prácticamente todo lo demás.
Durante esa visita el racismo asomaría su oreja peluda. Al gran Nat “King” Cole no se le permitió hospedarse en el Hotel Nacional so pretexto de problemas con las capacidades, lo mismo que le había sucedido a su compatriota Josephine Baker. Los racismos, sin embargo, no pueden entenderse con actitudes de “corta y pega”, ni antes ni ahora, porque en ellos intervienen, entre otras cosas, mediaciones culturales e históricas concretas.
Aparentemente, el color de la piel —por lo menos en personajes de cierta categoría— no era un problema en el Hotel Presidente, donde se alojó Sarah Vaughan durante su estancia en La Habana (1957). Sí lo era, sin embargo, en la crema y nata, en el Country Club: allí, como se sabe, no dejaron entrar al mismo presidente Batista por su condición étnica.
Pero, en Cuba, Martín Fox sí. Durante su segundo viaje Nat “King” Cole pudo quedarse en ese mismo hotel, algo que él había puesto como precondición para cantar de nuevo en La Habana, una especie de reivindicación o pequeña victoria sobre la afrenta. Y el guajiro de Ciego de Ávila la obtuvo debido al impacto social de las presentaciones del Rey y a su cabildeo con la gerencia del Hotel Nacional.
En efecto, en febrero de 1957 Cole regresó a La Habana para cantar de nuevo en Tropicana. Se ha asegurado que fue el primer negro en romper la barrera racial en las tablas del cabaret, pero se olvida que Chano Pozo se había presentado antes, en 1941, con la bailarina rusa Tatiana Leskova en la producción “Congo Pantera”. También se ha escrito que las razones de su vuelta estaban vinculadas al dinero de Tropicana, pero en realidad Cole —a diferencia, por ejemplo, de estrellas como la Dandridge—, no confrontaba problemas económicos, estaba en el punto más alto de su carrera y no le faltaban ofertas de trabajo en los Estados Unidos. Lo cierto es que, al margen de los ingresos que pudo dejarle Tropicana —que desde luego no fueron de poca monta—, La Habana significó para él un lugar muy especial, una especie de oasis para el.
Cole hizo un último viaje a Cuba en 1958, también para presentarse en Tropicana y para algo completamente nuevo: grabar su primer disco fuera de los Estados Unidos. Cierta historiografía le ha reprochado no haber interactuado más con la cultura cubana y sus agentes, como si no asistir a un bembé en un solar habanero o no participar en una descarga alrededor de una piscina del Country Club fuesen los indicadores últimos para medir su relación con nosotros. O como si no resultara suficiente haberse conectado con músicos de la talla de Armando Romeu, el pianista Bebo Valdés y el percusionista Guillermo Barreto, tanto en el escenario como en el estudio y la vida.
Nat “King” Cole, sin embargo, hizo algo mucho más importante: difundir la música cubana y latinoamericana urbi et orbi en los tres LPs de la Capitol Records donde cantó en la lengua de Cervantes: Cole Español (1958), A mis amigos (1958) y More Cole Español (1962). Ello incluía socializar la labor de compositores que él y su equipo habían calibrado cuidadosamente: Richard Egües (“El bodeguero”), Adolfo Utrera y Nilo Menéndez (“Aquellos ojos verdes”) y Osvaldo Farrés (“Quizás, quizás, quizás”), entre otros; por no mencionar su influencia en el filin, protagonizado por jóvenes compositores cubanos que fusionaron con lo suyo, guitarra en mano, tendencias musicales norteamericanas de la hora para producir algo distinto y diferente, una potencialidad que dista mucho de constituir agua pasada, porque sigue inscrita en nuestro disco duro cultural de hoy.
En La Habana se sentía libre. No solo por la interacción profesional y humana con artistas blancos y negros —eso, después de todo, también ocurría en los Estados Unidos—, sino además por su presencia en lugares públicos y restaurantes de La Habana Vieja (La Bodeguita del Medio) y El Vedado (H y 19) en los que no había una sección para un color y una para otro. Por eso buscaba contactos con los cubanos a nivel popular, donde la diversidad/mezcla racial resultan mucho más obvias, cuenta Arsenio Rodríguez.
Una invernal tarde [1957] el cantor se atrevió a recorrer la zona más populosa de la capital. Tomó un auto lujoso y pidió que lo llevaran a la llamada “esquina del dolor” (intersección de las calles Galiano y San Rafael), donde se encuentran las tiendas populares. Mi padre me contó que Nat llevaba un saco deportivo a cuadros. Un gran público se le abalanzó y le hacían saber lo mucho que apreciaban sus canciones.
Seguramente por cosas como esas, y por intimidades conocidas que se llevó a su tumba, Nat “King” Cole, amó a Cuba, “le gustaba ir a Cuba porque todo el mundo lo trataba como un hombre blanco”. Lo que equivale a decir, en lenguaje despigmentado: como a una persona.