Por fin, llegó mi día; el día en que me relajo con lo último de lo último. La mañana comienza temprano porque no tendré el tiempo para dedicarle al placer si no termino rápido los quehaceres pendientes: de la casa, del trabajo, del estudio y hasta cosas que me da por hacer sin motivo alguno, porque me vino la idea como ráfaga y me siento hasta emocionada por llevarlas a cabo. Y, de repente, aunque ya sabía que venía (como la alarma de la mañana, que sabes que está cerca de sonar pero aún te sobresaltas cuando sucede) agarré el precioso, el inigualable disco duro del paquete. Sé que la experiencia no es la misma desde la pantalla de mi laptop que sentada en los cómodos asientos de un cine. – Ya no se va al cine, ¡qué pena! – comenta mi abuela, desde su senilidad, y tiene razón. Pero, ¿para qué?… ¿Y adónde? Si ya los cines no proyectan nada nuevo si no en Festival de Cine, y mucho menos los de barrio.
Ir a La Habana es todo un paseo, y dígase “ir a La Habana” como todavía muchos lo utilizan: a Centro Habana o Habana Vieja; parece que el resto no es capital pero, aunque resulte medianamente confuso, todo botero sabe reconocer cuando se le orienta la dirección con el dedo. Antes del 59, paseo era el cine, el de la esquina, como plato fuerte entre una caminata y una parada en un kiosco o restaurante. Y se respiraba elegancia: hombres con el traje del domingo, mujeres con el vestido que recién terminó la madrina e, incluso, niñas y niños con el pelo arreglado y sin churre en los zapatos.
En esos cines solo se exhibían filmes en español; no obstante, otros pre-estrenaron películas de toda la nueva ola francés, como el Victoria, en Lawton. Y baratos, al fin: con precios oscilantes entre los 20 y 40 centavos, dependiendo del día de la semana en que mayor público asistía. Hasta “días de damas” había. Las instalaciones contaban con cafeterías propias, y dentro del cine siempre se asentaban vendedores ambulantes (algo que no ha cambiado, sino que se ha reconfigurado: ahora venden afuera). Con 60 centavos era posible merendar y entrar a ver la cinta de estreno en fin de semana, y la de salón, y algún noticiero, y los avances de la semana que se avecinaba. Estaba para vivir allí.
Y grandes, los cines. El San Francisco, en 10 de Octubre, era de los diez de Cuba con más de mil lunetas, y el Blanquita, un poco después, fue el teatro con más capacidad de su época en el mundo. La matinée era el domingo, con tandas de 1 a 4 de la tarde. Y antiguos, también. Lecuona acompañaba la proyección con su piano en el cine de Guanabacoa, y así otros grandes compositores con raíces bien plantadas.
Aunque a solo unas cuadras de casa, había cierta presencia con la que debía cumplir. Al cine de barrio se iba bien vestido, elegante, por si divisabas a un crush (porque hay que actualizar el lenguaje de vez en cuando) o una potencial amistad.
A pesar de no contar con sistema de climatización, los locales poseían un conjunto de ventiladores y extractores de aire que posibilitaban un ambiente agradable. Se podía hasta elegir: el Alameda era muy bueno, con una matrícula de 80 centavos; con el Mónaco se disponía de aire acondicionado por 60 centavos; y el Tosca, que era muy agradable a la vista pero realmente incómodo porque el espacio se distribuía más hacia el ancho que el largo.
Estaban en todas partes, donde ya ni llega la memoria; y muchos abandonados al olvido por ahí, y otros han sido objeto de reconstrucciones y revitalizaciones, puede que no para ser utilizados como cine-teatros de nuevo, pero sí para emprender algún proyecto comunitario o escuela de danza en la localidad.
El Olimpic es ahora la sala Raquel Revuelta; el cine Vedado, una vez ubicado en Paseo y Calzada, era exclusivo y barato, cual si antítesis, y el primero de los cines del país. En el Pacífico, en el Barrio Chino, se presentaban cintas subidas de tono, aunque no pornográficas, al que asistían, generalmente, hombres solos.
El Majestic, el Negret, el Cervantes, el Neptuno… magia cerca del hogar. ¡Cómo se recuerdan y se extrañan!