Treinta y ocho vidas costó a La Habana la catástrofe de Isasi, ocurrida el 17 de mayo de 1890 en la ferretería de ese nombre, ubicada en Mercaderes y Lamparilla, cuando un incendio que comenzó a las diez y treinta minutos de la noche, fue seguido de una fuerte explosión.
La potente detonación fue provocada por la gran cantidad de dinamita no declaradas por el dueño del comercio, Juan Isasi, quien de inmediato fue detenido junto a sus socios por las autoridades. Un dato interesante es que el propietario del inmueble, el mismo día del siniestro había pagado las pólizas de seguro, valoradas el 20 000 pesos oro en dos compañías.
La prensa de la época, especialmente el periódico La Discusión, no se limitó para reseñar las características de la hecatombe, como ya le llamaba la gente. Con veracidad resaltó que los cristales de varias casas a la redonda se despedazaron tras la explosión. Los días posteriores fueron angustiosos. Los bomberos sobrevivientes se enfrentaron a una montaña de escombros con la esperanza de rescatar con vida a sus compañeros sepultados.
El almacén se derrumbó totalmente y una de sus paredes aniquiló instantáneamente a toda la plana mayor de los dos cuerpos de bomberos que dirigían la extinción. La confusión se adueñó de todo, bajo una pertinaz llovizna. Ante el peligro de herir a alguien, los rescatistas escarbaban a mano limpia, remarcando la escena de profundos tintes de impotencia. Algunos, como el periodista Ricardo Mora, de La Discusión, después de 20 minutos bajo los escombros, emergió solo con algunas heridas. Bajo su cuerpo expiró el capitán de Bomberos del Comercio, Francisco Ordóñez.
Dos días demoraron los bomberos en sofocar las llamas, que amenazaban a las instalaciones colindantes, y los escombros por la calle Lamparilla habían sepultado a jefes y bomberos en su lucha contra el siniestro.
Siempre se mantuvo la teoría de que había sido la ferretería de Juan J. Isasi la que se había incendiado y que la explosión se debió a la dinamita que atesoraba. Ambas afirmaciones son inexactas. Gracias a un croquis de la policía, publicado por La Discusión el 26 de mayo, se puede constatar que el No. 24 de la calle Mercaderes estaba asignado a un inmueble arrendado a Juan J. Isasi, quien lo usaba como almacén de los productos que vendía en su ferretería, que radicaba en la acera de enfrente.
Asimismo, el diario habanero destacó la colaboración de cuatro peritos extranjeros —dos franceses y dos ingleses— convocados por las instancias gubernamentales para investigar el hecho. Los dos informes, también resumidos por el rotativo, coincidieron en que el estallido había sido provocado por dinamita y no por la pólvora.
Las investigaciones policiales, seguidas por la prensa, arrojaron evidencias de que Isasi traficaba con dinamita, violando la ley colonial, y que la cantidad de pólvora que compró días antes era desproporcionada con relación con la que compraba normalmente.
Fallecieron 25 bomberos municipales y del comercio, un marinero, cuatro policías y ocho civiles. El domingo 18 la capital amaneció de luto con todas sus banderas a media asta. Los funerales, con gran solemnidad, se realizaron el lunes 19 en la necrópolis de Colón, donde los carros de extinción de incendio condujeron los restos mortales de sus compañeros.
El ayuntamiento de La Habana se comprometió a levantar un monumento funerario a esos mártires, inaugurado el 24 de julio de 1897 mediante suscripción pública, obra del escultor Agustín Querol y del arquitecto Julio Zapata.