Hannys Deimy González, de 27 años, vive hoy con tanto miedo o más que en Cuba. Su sueño de tener un mejor futuro fuera de su tierra natal se ha convertido en el temor permanente al robo, a la extorsión y lo que es peor, al secuestro.
Hannys vive desde hace poco más de un año en Ciudad Juárez, en México, uno de los lugares más peligrosos del mundo para las mujeres. Han desaparecido miles de ellas en las pasadas décadas, ante la mezcla de impotencia y pasividad de las autoridades mexicanas. Y estos isleños han llegado aquí al desierto fronterizo con los cientos de miles de emigrantes de toda América, que buscan, como sea, cruzar a Estados Unidos en busca de lo que Hannys describe como “un futuro de oportunidades”.
El drama de Hannys y de los miles de cubanos varados en la tierra de nadie de Ciudad Juárez es en gran parte el legado de Barack Obama. Antes, hasta el 12 de enero de 2017, a Hannys y a su marido les habría bastado poner un solo pie en suelo estadounidense y habrían logrado la residencia permanente, la ansiada «green card», apenas un año después. Y de ahí, vía libre a la nacionalidad. Pero Obama finiquitó al final de su segundo mandato la llamada política de «pies secos, pies mojados», consecuencia de la revisión de 1995 de la Ley de Ajuste Cubano, y ahora no hay ningún trato preferente a los exiliados que salen de la isla.
«Yo no estoy acostumbrada a estas cosas», dice Hannys mientras prepara un platillo de fritura de maíz en un pequeño puesto callejero que tiene junto a la catedral de la Virgen de Guadalupe y la misión franciscana que en 1659 fundó el español Fray García de San Francisco, no muy lejos de la plaza de toros local. De no ser por la violencia fronteriza, podríamos estar en cualquier pueblo turístico de España. Hannys y su socio han decorado el pequeño carrito con banderas cubanas, y le han dado el nombre de Cubamex. Ofrecen además remesas de dinero a Cuba y recargas de teléfono, “100% seguro”.
“Por la noche no salgo a la calle. Por el día no voy sola. Aquí aprendes a desconfiar de todos, y mira que te lo digo yo, que vengo de Cuba”, dice Hannys. Una práctica común, coinciden varios cubanos entrevistados, es el secuestro. Un día, de camino al trabajo, o de regreso del supermercado, un cubano desaparece. En cuestión de horas, su familia recibe una llamada: pagad, y quedará libre, y si no lo hacéis muere. El rescate suele ser alto, porque supone el crimen organizado juarense que estos cubanos quieren entrar en EE.UU. porque tienen familia en la Florida y esta bien puede permitirse 10.000, 20.000 dólares por volver a verlos.
Junto con Hannys González trabaja Pedro Luis Padrón, otro cubano de 30 años, quienes han abierto el pequeño tenderete de comida cubana junto a la catedral y allí se ha instalado.
Él por fin ha conseguido la residencia legal mexicana por asilo político, algo excepcional en esta comunidad, y puede trabajar y cobrar legalmente. Vive en un apartamento con otra tres personas, por el que pagan unos 5.000 pesos, poco más de 200 euros, mensuales. De lo que gana, manda algo a sus hijos en Cuba cuando puede, pero no contempla volver a la isla, porque fue perseguido, golpeado y detenido por el aparato de seguridad. “Ahora mi casa es Juárez”, dice.
Calculan las autoridades locales que hay más de 6.000 cubanos en Juárez, de una población habitual de 1,5 millones de habitantes. Lo más sorprendente es que los cubanos son el primer grupo que espera en México una resolución de las cortes estadounidenses sobre su petición de asilo. Son más de 7.600, según datos del Proyecto de Inmigración del Centro de Intercambio de Acceso a Registros Transaccionales de la Universidad de Syracuse. La mitad están en Juárez. Superan a todos los demás, hondureños, guatemaltecos, ecuatorianos, salvadoreños, venezolanos y demás nacionalidades. Según ese mismo análisis, ya han pasado a EE.UU. legalmente unos 3.400 desde que el presidente Trump ordenó en 2019 que debían esperar en México.