El Palacio de las Ursulinas, ubicado en la intersección de la calle Egido y Monserrate, fue una de las tantas preciosas e históricas edificaciones de La Habana que nunca fueron reparadas por la Oficina del Historiador, y que ahora su relevancia en el panorama arquitectónico habanero está a punto de perderse junto a sus muros.
Este maravilloso edificio es actualmente una ruina colgante, una estructura que se cae a cachos, pero que aún aguanta para poder servirle de techo a decenas de familias (hacinadas y desprovistas) que han encontrado en ella su refugio.
Al observar su estado constructivo actual, se puede entender el gran mérito que acredita la obra de sus muy pobres moradores, los que pasan más trabajo para conseguir medio saco de cemento que lo que pasa el Estado para cubrir la cúpula del Capitolio con pan de oro.
Este periférico palacio, un poco alejado del casco histórico de la ciudad, fue olvidado por el círculo de poder del municipio Habana Vieja por su extrema proximidad a la sobrada marginalidad de la calle Monte, una de las vías que alberga mayor pobreza de La Habana.
La fachada de inspiración morisca fue pionera en su tiempo, construida a principios del siglo XX; una verdadera maravilla del pasado moro de España, metrópoli de Cuba durante siglos, y un homenaje a su cultura; pero como estaba ocupado por “gente común”, el Gobierno no vio sentido en rehabilitar viviendas improvisadas y particulares sin adquirir ningún tipo de beneficio una vez terminada la obra, como pasó con cientos de inmuebles en la Habana Vieja, los que fueron convertidos en museos, restaurantes y hoteles.
Pese al avanzado deterioro de la estructura, el Palacio de las Ursulinas continúa siendo un interés para el desarrollo turístico cubano, por lo que el Gobierno aún puede «reubicar» a todos sus habitantes en albergues o edificios «micro» de periferia para reconstruirlo y generar ganancias de su atractivo.
El Gobierno todavía no ha podido deshacerse de los residentes cubanos para poder rehabitarlo por extranjeros, en su intento por “cancunizar” el archipiélago; no hay podido porque, a pesar de la multiplicación laberíntica de instalaciones improvisadas, aún no se ha desplomado ningún balcón, así que no cuenta con justificación para el desalojo.
La estrategia de los desplazamientos silenciosos se uso además para «blanquear» los alrededores del Capitolio, con la idea de deshacerse de la imagen de pueblo negro de bolsillos vacíos y cantado oriental que los de arriba no quieren ni como decorado de fondo y que, desafortunadamente, es la realidad de muchos.
Para GAESA, el coronavirus no ha significado más que un catarro de temporada, eso sí, una temporada muy larga, pero no ha impedido que la empresa continúe extendiendo la planta hotelera y gastando recursos valiosos cuyo capital inversor está muy lejos de recuperarse. Mientras, la gente se arriesga a aguantar colas interminables, camina toda la región, se expone diariamente a la enfermedad para no morir de hambre, y soportando las multas, paralizaciones, toques de queda, advertencias de las autoridades sanitarias que tal cual parecen irónicas y noticias sobre el Gobierno estando al tanto de situación y celebrando que la producción nacional de alimentos y otros artículos y productos esté funcionando «correctamente».
En estos meses, las excavadoras y grúas de las constructoras para los hoteles no han cesado las operaciones, y camiones llenos de arena, cemento y acero se detienen en calles cercanas a las obras y muy céntricas. Entonces, es evidente que hay, pero no para todo el mundo.
Cuarterías que podrían competir por ingenios de la ingeniería y la arquitectura modernas se alzan en viejas estructuras de alto valor patrimonial, pero se van derrumbando y es cuestión de tiempo que les toque a las que van quedando. En vez, se tapian inmediatamente con láminas de metal o se arman parqueos provisionales. Obviamente, aquí el espacio no se desaprovecha.
Si no les sirve la estructura, la dejarán caer, y pasará lo mismo con el antiguo hotel Bristol y con el Astor, como con tantos otros que actualmente son “parcelas” por vender o alquilar en la Cartera de Oportunidades. En suma, La Habana es toda ruina, la que va ganando valor mientras se interese quien menos tenga que sufrirlas.