Que Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte no se tenían mucha simpatía es un hecho conocido de la historia de Cuba. El apasionamiento que las cuestiones de honor provocaban al camagüeyano, unido al excesivo celo del presidente oriental por que se respetara su autoridad hicieron saltar chispas entre los dos en más de una ocasión.
La antipatía que se profesaban mutuamente llegó al punto de que Agramonte retara a duelo a Céspedes para resolver sus diferencias una vez que la guerra fuera ganada.
El hecho sucedió en una ocasión en la que Céspedes llegó a un taller de zapatos que Agramonte había establecido en Camagüey para abastecer a los hombres bajo su mando.
Céspedes, quien se presentó con una numerosa comitiva, de inmediato solicitó que se le entregasen un par de zapatos a cada uno de los hombres que lo acompañaban, pero el prefecto del lugar se negó, alegando que tenía órdenes de solo entregarlos a los soldados de la división de Agramonte.
Céspedes, al no estar habituado a que le pusieran “peros” a sus órdenes, hizo que los zapatos fuesen distribuidos casi que a la fuerza.
Al poco tiempo Ignacio Agramonte se presentó en el taller con sus soldados y se llevó la sorpresa que no podía calzarlos porque Céspedes se había llevado los zapatos. Aquello lo molestó mucho y consideró la acción de Céspedes como un abuso de poder.
Preso de la furia que por momentos lo asaltaba, y que ya lo habían hecho batirse a duelo en tres ocasiones anteriores, tomó una pluma para escribir a Céspedes, como presidente de la República en Armas, comunicándole la renuncia irrevocable del mando del Camagüey, lo cual este aceptó de inmediato, lo que hirió mucho más el orgullo de Agramonte.
El Gobierno de la República en Armas ordenó en ese entonces a la Junta Revolucionara de Nueva York que se entregaran 170.00 dólares mensuales a la familia de Agramonte, la cual se encontraba en esa ciudad en la más absoluta pobreza. Céspedes no estuvo de acuerdo con ello y dijo que como el camagüeyano había renunciado a su mando no tenía por qué recibir esa ayuda, pero que él entendía la situación y entregaría el dinero de su propio bolsillo.
Que su rival se ofreciera a mantener a su familia sentó fatal a Agramonte, quien indignado a más no poder envío una nueva carta, esta vez para retarlo a duelo.
Céspedes no se inmutó en lo más mínimo al recibirla y mando a decirle al camagüeyano que cuando se acabase la guerra podrían resolver el problema entre ellos de una vez por todas.
Sin embargo, ninguno de los dos pudo terminar la guerra y la vergüenza de ver a dos de los más grandes próceres de la independencia matarse entre ellos no ocurrió.