El brigadier Antonio B. Ainciart se desempeñaba como Inspector General antes de pasar a ocupar la jefatura del cuerpo policial. Con su tabaco en la boca, y una fusta en sus manos, llegó a ser uno de los hombres más odiados en Cuba.
Sobre Ainciart recae la responsabilidad de la represión de la manifestación del 7 de agosto de 1933, cuando en horas de la tarde comenzó a correrse la falsa noticia de la caída del presidente Antonio Machado.
Ese día, las personas comenzaron a congregarse frente al Capitolio y luego se movieron al Parque Central para seguir rumbo por todo el Prado hasta llegar a Palacio. Fue entonces que sucedió lo que nadie se imaginaba. Ainciart se apareció con sus secuaces en la manifestación y comenzaron a disparar con ametralladoras, dejando un saldo de 30 muertos y más de 100 personas heridas.
Sobre las 3 de la tarde del 12 de agosto de ese mismo año, Ainciart fue uno de los que acompañó a Machado al aeropuerto de Boyeros. Pero el avión anfibio que la Embajada norteamericana en La Habana puso a disposición del exmandatario solo tenía cupo para seis personas, además del piloto y el copiloto. Ainciart, ya sin fusta, estuvo entre los que se quedaron sin abordar el aparato.
Por pura casualidad unos estudiantes descubrirían su escondite el día 19. Resulta que a estos les llamó la atención ver como una mujer, con pantalones de hombre, subía las escaleras de un edificio en el reparto Almendares. Pensaron que se trataba de un porrista y dieron aviso al campamento militar de Columbia.
Tal fue el grupo de civiles y militares que cercaron la vivienda, que Ainciart, viéndose perdido, se suicidó.
Por orden del teniente coronel José Perdomo, jefe de Columbia, el cadáver se inhumó en el cementerio de Marianao.
Un grupo de partidiario del ABC lo sacó de la fosa y en una carretilla lo paseó por todas las calles de La Habana hasta llegar a la escalinata Universidad con el propósito de colgarlo de un farola. Lo hacían cuando, al partirse la soga, el cuerpo de Ainciart cayó sobre sus perseguidores… entonces llegó Eduardo Chibás, pistola en mano, y puso fin al bochornoso espectáculo que pasó a la historia como el entierro más violento de la República.