La historia de Cuba tiene algunos capítulos oscuros, casi desconocidos, y entre ellos quizás se encuentren en un lugar destacado los perros asesinos que eran entrenados por los españoles a sentir sed por la sangre humana, para cazar y despedazar de forma cruel a los negros esclavos que se atrevían a fugarse o para comerlos vivos cuando se hallaban prisioneros en los sangrientos juegos del circo.
Se presume que estos perros de guerra habían sido importados desde Europa. Su marcada semejanza con los perros de presa, su ferocidad, así como el entrenamiento que recibían, los convertían en verdaderas máquinas de matar.
Desde que eran tan solo unos cachorros los separaban de sus madres y los colocaban en unas jaulas, cuyos barrotes tan solo dejaban el espacio justo para sacar la cabeza. Muy cerca colocaban un plato con entrañas de animales cubiertas de sangre, las cuales se le suministraban en cantidad pequeñas para que apetito de los canes nunca llegara a saciarse completamente.
Cuando ya estaban acostumbrado a este tipo de menú, se sustituía el plato por un maniquí que imitaba a un negro, de cuyo vientre salían algunos pequeños trozos de entrañas. Aquellos diabólicos maniquís se colgaban en el techo de las jaulas, de forma tal que la sangre goteara sobre los famélicos animales, al cual se había hecho experimentar de antemano una rigurosa dieta.
Los perros comenzaban a lamer las gotas de sangre, pero bien pronto dirigía sus áridos ojos hacia la figura que tan escaso alimento le proporcionaba; se arrojaba a ella y cogía la porción de entrañas que salían al exterior. Hostigado al fin por un hambre siempre creciente, y animado por sus entrenadores, cogía el maniquí por la cintura, le abría el vientre a dentelladas, y comía lo que contenía.
Llegaba el punto en que tan solo ver un maniquí de este tipo, los cuales eran cada vez más semejantes a los negros fugitivos, se les arrojaban encima ladrando furiosamente, mientras los adiestradores imprimían fingidos esfuerzos de resistencia para librarse de sus terribles dentelladas.
Una vez que el ejercicio se había repetido una y otra vez, se procedía entonces a “ensayar” con los hombres vivos, para lo cual se utilizaban jaurías bien instruidas para dar caza a los cimarrones. A partir de ese momento se comenzaban a desarrollar los feroces instintos que la educación había comenzado.
Ya para esa etapa, no había abrigo seguro para los infelices negros que intentaban escapar y se escabullían en los montes.